jueves, 27 de noviembre de 2008

Ferreira ( relato de Ricardo Murúa)


Estos agujeros los hicimos nosotros, tienen que estar ahí para que los monos no se atrevan a volver; señala el mármol lastimado del Ministerio de Economía frente a la Casa de Gobierno, el mármol lastimado que sirve de palomar. De Palomar, salimos de Palomar, adonde el otro día te llevé, seguimos las vías del tren volando bajito, éramos cinco. Ferreira cuenta que fue piloto, que bombardeó la Plaza de Mayo para echar al tirano, que huyó a Montevideo, y que regresó unos meses más tarde para continuar  resistiendo  El discurso armado con coherencia durante dos años de cárcel convirtió a este alférez administrativo de mala conducta en teniente con avión de guerra y todo. Aquel discurso, amasado con delirio y rencor en una celda militar, vistió a Ferreira con la chaqueta de cuero marrón, las botas lustradas, los guantes de cabretilla, el pañuelo a lo Lindberg, la gorra con las alas, y un cigarro entre los labios para fumarlo entre camaradas. Aquel discurso alado lo elevó sobre la pista buscando las vías para seguirlas hasta la Casa de Gobierno, bombardear la plaza, y huir a Montevideo, ciudad que, con su imaginaciçon, el alférez  recorre desde las rejas del cuartel sentándose a tomar una cervecita en la avenida 18 de Julio, brindando con los camaradas, con los que dentro de poco serán ex camaradas que ya no fumarán más con él porque ellos tienen chaquetas, botas, guantes, pañuelo a lo Lindberg, y una gorra con alas. Y él no, por eso.

El niño desea sentarse en un bar, comer un pebete, tomar Coca Cola. Mareado por el viaje en subte, doloridos los pies por la caminata con los zapatos que no crecen con él, e inquieto por lo que vivió en la clase de catecismo, mira las palomas de la plaza. Llegamos a vuelo rasante por Avenida de Mayo, la nariz del avión abrió un surco entre la gente que quedó tirada en la calle, dos colectivos se incendiaron, el último de los Gloster esquivó la Casa de Gobierno y descargó toda la artillería en el Ministerio de Economía. Con tu madre decidimos traerte al mundo cuando el país fuese libre otra vez.

Daniel sólo desea sentarse en un bar, mira a los granaderos que desfilan hacia el Cabildo. Vamos a comer algo como te prometí, Pasa el último avión en la imaginación de Ferreira, en el tablero la virgen mira al piloto, el piloto mira la plaza humeante. Mirinda quedó no más señor; es lo mismo mozo, traiga.

No, no es lo mismo papá, se traga Daniel. No es lo mismo Ferreira, no es lo mismo.

 

………………..

 

 

Esa mañana, Ferreira se despertó sobresaltado por la muerte de su vecino, a quien tanto odiaba. Siendo un individuo de odios fáciles no era de extrañar su sentimiento hacia esa persona que todas las tardes, invariablemente a la misma hora, pasaba por su vereda y amistosamente lo saludaba –hola vecino- y ocasionalmente le brindaba algún comentario del tiempo, o mejor dicho del clima, posibilidades de lluvia, humedad, vientos y otras variaciones. Gómez, así se llamaba, era un individuo silencioso. Nunca Ferreira tuvo una molestia sonora musical, nunca se escuchó un ladrido proveniente de la casa contigua. Gómez no tenía tiempo para hacerse cargo de un animal, trabajaba las ocho horas reglamentarias en una fábrica, más las dos extras que nunca rechazó, ofrecidas como premio a su asistencia perfecta y a su productividad. Para Ferreira, su vecino tenía un sólo defecto, silbar alegremente.

La fábrica de la que regresaba puntualmente Gómez dista doce cuadras de la casa de Ferreira y unos metros más, diez, hasta la suya. El sonido de las sirenas, agudo y penetrante a las seis de la mañana, indicaba que faltaba una hora exacta para el ingreso del primer turno a la fábrica. La sirena de las siete levantaba a escolares, maestros y profesores de las camas. En el barrio ningún vecino precisaba reloj para levantarse temprano, para vivir en realidad.  La sirena de las doce marcaba la pausa en el trabajo y la salida de las escuelas, la de las doce y treinta podía marcar rutinas variadas; tomar una medicación, sintonizar la radio en una emisora en particular, servir el almuerzo. Para los obreros era la vuelta al trabajo. Allí estaba la cervecera desde hacía más de cuarenta y tres años decidiendo la interrupción y el reinicio de las labores de los escolares, de las madres, de los empleados y de los obreros. Nunca nadie puedo imaginar la vida de ese pequeño barrio sin aquel sonido organizador, mañana , tarde y noche.

Gómez murió de un infarto en la vereda de Ferreira, aferrada una mano a la reja mientras intentaba decir alguna cosa, tal vez expresar su dolor en el pecho, tal vez comentar la víspera de las navidades,  o de año nuevo. Hacía diez años que los dos vivían solos medianera de por medio y jamás habían compartido esas festividades, ni siquiera un brindis pasajero. Ferreira regaba unas plantas, irrecuperablemente secas, cuando vio venir a su vecino tambaleando. Sin soltar la manguera de la que salía el agua que secaba las plantas,  retrocedió dos pasos cuando la mano colorada de Gómez tomó con fuerza un barrote de la reja oxidada.

Gómez cayó de rodillas, siguió mirando fijamente al jardinero fracasado, y luego cerró los ojos y murió en esa posición. La mano que sostenía la reja  descendió suavemente sin abrirse, agachó la cabeza como buscando algo perdido y no se movió más.

Ferreira tardó unos segundos en moverse, cerró la canilla y entró en la casa. Una vez dentro, abrió el cajón de un armario de su dormitorio, sacó un revólver reluciente y quitó las siete balas con las que estaba cargado. Colocó las balas en la caja original, que ahora sumaban cincuenta porque Ferreira jamás había disparado.

Sentado en su sillón preferido, escuchó voces en la vereda y el sonido de sirenas.

Ferreira nunca hubiese ayudado a Gómez, no por ser él, sino porque nunca hubiese ayudado a nadie en ninguna circunstancia. El comedido termina jodido, pensaba, y siempre fue fiel a esa sentencia.

Ferreira, hubiese sí, matado a Gómez; el arma y una de las siete balas lo tenían como blanco. El plan precisaba aún algunos retoques, pero esencialmente el disparo quedaría opacado por los estruendos de los cohetes de festejo de fin de año.

Ferreira tal vez no odiaba a Gómez, simplemente deseaba que no estuviese más en el mundo, ni él ni su silbido alegre, o dicho con más precisión, ni él ni su alegría expresada a través de ese estúpido y afinado silbido que saltaba las paredes de la medianera y entusiasmaba a los pájaros a imitarlo.

 

………………..

 

 

Antes que nada y para empezar quiero aclarar dos cosas, que yo no lo maté y que este vómito al que llaman café es intragable. Ya sé que todos los infelices que se sientan en esta silla dirán lo mismo. Pero conmigo hay una diferencia. Siempre conmigo va ha existir una diferencia, eso me quedó bien grabado de mi madre. La diferencia en este caso es que yo soy culpable, y que no lo maté.

No se impacienten por favor, escuchen. Yo sé bien que ustedes son policías por descarte. Pudieron haber sido sastres o carniceros. Lo mismo daba. Pero son lo que son. Yo sé que para cualquiera de ustedes A e igual a A y no podrá ser al mismo tiempo igual a B. Adviertan que su poca cultura no les impide pensar aristotélicamente. Sin embargo en el universo lógico de mi madre, sin pretender compararla con Aristóteles claro está, con ustedes da lo mismo cualquier cosa. Pero veamos, si ponen atención podrán entenderme, hasta comprenderme tal vez el elegido de entre ustedes, el primus inter pares.

Digo algo simple, que yo no lo maté porque el tipo se murió antes. Y digo que soy culpable porque nadie en este mundo deseó su muerte como yo, si es que alguien todavía es capaz de tener algún sentimiento perdurable. No me dio tiempo, se fue. Y si estoy acá sentado con este café asqueroso por haber hecho pública mi intención de matarlo, frente a ese coro de chusmas y mediocres que se autodenominan mis vecinos, es injusto porque las palabras no tienen efectos mortales. Y eso de que hay palabras que matan es una tontera, con el perdón de mi madre.

Lo asesiné en mi mente, en mis pensamientos. Entienden ustedes? Una y otra vez de mil maneras. Como esos actores de alguna obra de Shakespeare cuyo único parlamento es el rey ha muerto en alguna parte del cuarto acto, y que obstinadamente repiten la sencilla fórmula, ahora alegres, ahora tristes, ahora indiferentes, el rey ha muerto, el rey ha muerto, el rey ha muerto; pretendiendo encontrar el tono preciso para que todos los asistentes a la función se pongan a llorar por el esperado deceso del monarca antes del final de la obra, y demostrar que él estaba para cosas mayores.

Así fue como cargué y descargué la pistola cientos de veces. Sin disparar una sola vez, obviamente. Siete balas brillantes.

Fue tan exquisito mi entrenamiento con el arma que hasta logré sentir en mi mano la diferencia de su peso con o sin balas. Lo cual debe ser semejante a tener en la mano una paloma con alas, luego arrancarle una, y percibir la diferencia.

Lo cierto es que algo lo mató antes. Y con él murió el sentido de mis permanentes planificaciones.

Él regresaba de la fábrica siempre a la misma hora, 19.15, 19.20. Pasaba por la vereda de mi casa silbando, y es sabido que no me gustan los silbadores, transmiten una estúpida alegría de vivir. Yo regaba intencionalmente a esa hora las pocas plantas que el orín de los gatos no destruyó en mi jardín. Nos saludábamos. Él primero, yo después; es así como corresponde porque el que llegaba era él, por eso no más.

Su casa está pegada a la mía, y decir está es correcto porque el que murió fue él, no su casa; entonces la casa sigue ahí, pegada a la mía. Y ya no es su casa, en realidad.

Lo iba a matar el 31 de diciembre del corriente a las 22.30. Él me informó en una de sus charlas de vecinos que ese día llegaría a esa hora, de su trabajo, y que le pagarían bastante las extras o algo así. Pensé que el disparo pasaría inadvertido entre tanto cohete de festejo, que ustedes pensarían que en estas fechas anda cualquier loco suelto en la ciudad matando por matar. Además, hay alguien tan necio que mata en su propia vereda y entra a su casa a despedir el año lo más campante con una botella de vino en su mejor sillón? No, ¿no?

Pero  no murió el 31 de diciembre. Eran las 19.23 cuando el tipo se acercó por la vereda, como siempre. Esta vez no caminaba tan erguido y tenía una mano en el pecho. Muy cerca de mi reja quiso decirme algo, se ahogaba mi vecino. Con los ojos buscaba en el cielo y la mano libre se aferró a la reja. Los nudillos muy blancos en una mano tan roja. No dijo ninguna palabra cuando cayó, primero de rodillas. La cara blanca, muy blanca de mi vecino. Murió en mi vereda, solo.

Después entré a mi casa, y esa noche dormí sin soñar. Lo observé sin hacer nada, es cierto, tal como les dijo la chusma de la panadería, así es. Y ahí debe estar en casa el revólver, inmóvil, mudo.

Yo no lo maté. Yo lo hubiera matado.

De haber sabido que el café policial era tan malo, lo hubiese ayudado. Además, recién hoy es 31 de diciembre.

 

 

………………..

 

Muy bien Ferreira, si no tiene algo más para agregar  en su declaración, puede retirarse,  pero antes le quiero aclarar algunas cositas, para que no se confunda. Mire, yo soy comisario por vocación, de chiquito fui bastante botonazo. Con mis viejos primero, mandando en cana a alguna de mis hermanas cuando apretaban de más en el zaguán; después en la escuela con la maestra, permitiéndome informarla acerca de los sujetos que se copiaban o pretendían hacerlo, copia en grado de tentativa, me entiende. En el secundario, en la época de Perón me hice de la UES, participando este servidor en cuanto acto de buchoneo y posterior apaleamiento de los sospechados de zurditos se presentara al caso. En la facultad integré el brazo universitario de la derecha peronista, claro que ahí estábamos en desventaja y los zurdos siempre nos cagaban a palos.

Después, en privado, nosotros los cagábamos a tiros como acertadamente supondrá una mente tan brillante como la suya. Una vez recibido de abogado entré en las filas policiales como oficial, y ya ve, en pocos años he llegado a comisario, y en pocos más tal vez comande la fuerza. Claro que no bombardee la Plaza de Mayo como usted dice haberlo hecho, pero no se equivoque, conozco el principio de identidad aristotélico y la dialéctica marxista, porque al enemigo hay que reconocerlo, y le informo oficialmente que en ninguna obra de Shakespeare un personaje irrumpe diciendo el rey ha muerto.

Sin más que aclararle por el momento, bríndeme unos minutitos así convoco a los agentes, suboficiales, y oficiales de esta seccional. Queremos escuchar  cómo se escapaba de la prisión de Campo de Mayo, en la que injustamente padecía los abusos del dictador, para robar en varios almacenes del barrio Palomar a punta de pistola y uniformado. Cómo escapó definitivamente de las mazmorras  y solito con su avión, casi tira abajo la Casa de Gobierno, el Congreso y el Ministerio de Economía, todos juntos. Claro, no olvide contarnos cómo fue que en Uruguay se unió a la resistencia anticastrista, porque ésa no me quedó muy clara la última vez que hizo el honor de pisar esta dependencia federal.

Ahora que percibo que usted se ha indispuesto con este servidor, le ruego que regrese a su domicilio y agradezca a la virgen, antes de dormirse, que uno de sus antiguos compañeros integre el Comando Superior Conjunto, lo cual todavía evita que lo caguemos a trompadas, una vez por loco y dos veces por pelotudo. Y no crea que le guardo rencor, porque en el fondo me simpatiza, eh Ferreira.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Jo,Jo,Jooo (relato de Ricardo Murúa)

 

Unas de las formas de tener fortuna cuando se es joven: ser único heredero de un padre o marido millonario, asesinarlo sin  dejar pistas y, luego de los necesarios intercambios con el abogado, disfrutarla. Si se es varón, el método se encuentra en la película Pacto Siniestro de Hitchcock, basada en una premisa  simple: el autor material del crimen no debe tener ninguna relación que lo vincule con la víctima. Aunque pongan atención, hay que corregir un detalle, en la película el plan es casi exitoso, y con el casi no alcanza.

 Si se es mujer hay que inspirarse en Perdición de Billy Wilder. En este caso ella se sale con la suya. Deberá encontrar a un promotor de seguros que se enamore perdidamente, que asegure a su marido por una cuantiosa suma y que lo mate. Todo a cambio de prometerle una vida juntos en una playa lejana. El promotor terminará muerto y la mujer descansará en los brazos de un joven apuesto que diseñó con ella el plan.

 

 Me pregunto si los millonarios habrán contado alguna vez la totalidad de  su dinero. ¿Cómo contar billetes hasta llegar a un millón? ¿Cómo no perderse en el camino y recomenzar una y otra vez?, en la cifra trescientos noventa mil setecientos por ejemplo, o en la novecientos setenta mil trescientos.

 

Si uno no tiene un padre o un esposo con gran fortuna, conviene nacer de nuevo reencarnando en una situación menos dolorosa, reencarnación que es tan improbable como que un grano de arroz haga equilibrio en la punta de una aguja. De manera tal, los caminos directos hacia la buena vida se cierran.

 

 Nuestro personaje es hombre y mantiene a su padre; entonces, aguza su fantasía mientras contempla la fachada vidriada del banco encaramado en el sitio exacto que antes ocupó un   antiguo bar.

Cuando el cuello se le agarrota  por la inclinación de la mirada tan oblicuamente puesta hacia arriba, cuando el ánimo le decae al ver a los guardias armados, tan armados, ingresar con unas enormes bolsas llenas a la bestia amarilla  blindada que ahora se cierra y se aleja veloz y pesada por la avenida, entonces baja la cabeza.

Ahora camina. Escucha el sonido que uno de los zapatos produce  un instante antes de quedar suspendido en el aire, ñac. Sin noción de la hora entra en una oscura galería comercial para hacer la llamada cuyo mensaje, aún indefinido, sea el pasaporte hacia  cierta libertad provisoria, por un día. Llama al banco.

- ¿Qué te pasó Lupo, estás enfermo? –dice el jefe que es más joven y ha hecho carrera velozmente.

- No, no estoy enfermo.

- ¿Qué te pasó entonces? –dice el jefe, con el mismo tono que podría haber usado si los dos estuviesen pescando en un lago, y la única pieza tomada en el día se le hubiese escapado a Lupo de adentro del bote.

-Es que me quedé sin  plata para tomar el colectivo- dice el que dejó escapar el pescado gigante, cada vez más gigante en el humor del jefe.

-Vos me estás cargando, tomáte un taxi, te espera el jefe de los cajeros- dice el que se tiró al agua para sacar al ex pescado.

-No,  no te estoy cargando. No tengo plata.

-Dejá de bromear, por favor –dice el jefe casi tomando al pez por la cola.

-No estoy bromeando -dice el nuevo cajero que ahora aleja el bote del lugar donde flota resignado el jefe.

- ¿Y cuándo te parece que vas a tener plata para venir a trabajar eh?

-Espero que mañana.

 El jefe corta.

 Lupo, que aún no cortó, sabe que mañana es sábado y disfruta. Compra un paquete de cigarrillos baratos de esos que no tienen sabor, de esos que sólo tienen humo para largar por la boca con desazón, de esos que tienen colillas para arrojar bien lejos desde la catapulta que forman los dedos medio y pulgar de la mano derecha, y acertar en los charcos de las veredas.

A la misma hora, tres  hombres y seis mujeres están sentados alrededor de una mesa redonda. Cuentan dinero una vez y otra vez, cuentan los billetes del fajo y lo pasan al de la derecha que los cuenta nuevamente. Nadie puede contar tanto dinero ajeno sin alucinar, sin descomponerse, o volar-como lo hace Jonathan Pryce en Brazil de Terry Gillian- con una saca desde el vigésimo piso. Diariamente  acceden  cuatro hombres, seis mujeres, y tres guardias. El que falta es el que hizo la llamada desde la galería oscura y miró desde la vereda de enfrente hace un rato nomás. Él, que entorpeció la tarea de recuento de dinero que se hace por parejas; él, que ha contado tantos millones sin errores; él, que ahora se aleja pensando cómo seguir; él, que hoy fue ascendido a cajero.

 

 

El personaje de este relato se llama Lupo, ya lo han deducido leyendo el diálogo con el jefe. El nombre  es arbitrario y no hace a la trama, asi que no le presten atención, tal vez lo cambie cuando se me ocurra uno mejor.

Le diré a Lupo que esta noche vea El socio del silencio, protagonizada por Elliot Gould y Christopher Plummer.. En su caso es la única solución. Allí un Papá Noel - Plummer- merodea el banco que planea asaltar, en un centro comercial. Adoro cuando agitando la campanilla grita Feliz Navidad JO.JO JO. El sonido del JO JO JO es grave y es el prólogo perfecto para cometer cualquier acto de maldad.

Gould es cajero del banco, como Lupo. Anticipa la intención de Papa Noel y  espera el día del robo con un plan ingenioso. Imaginen la cara de Plummer cuando, luego del robo, informan que el monto asciende a, por lo menos, cinco veces lo que él acaba de acomodar sobre la mesita de vidrio.

 

 Estoy seguro de que Lupo entenderá el mensaje. Por eso, se reintegrará el lunes al banco, llegará unos veinte minutos antes para darle todas las disculpas posibles al jefe, muchas disculpas. No estaría de más inventar una excusa delirante, es sabido que la verdad nunca convence a nadie.

 Deberá esperar unos meses  y mirar atentamente. Un día llegará su Papa Noel diciendo Feliz Navidad, JO JO JO.  Lo demás corre por su cuenta.


Boletos (relato de Ricardo Murúa)


Boletos por favor; la frase lo saca del embotamiento producido por el ronroneo del colectivo que llegó atrasado; atrasado como va a llegar él a la cita con Lara, enojosa para toda la noche. Boletos por favor, gracias; se escucha cuando el chancho le sonríe al bebé que tiene en brazos la señora del segundo asiento del lado de la ventanilla.

En segundos, él piensa que la  gente sólo es amable con uno cuando uno es correcto, nada más, una especie de toma y daca interesado que brinda simpatía, sonrisas, y algún comentario amistoso a cambio de pagar impuestos, romperse el lomo muchas horas en el taller, no hablar mal de los curas ni del presidente y, en esta ocasión, principal y fundamentalmente tener el puto boleto que con certeza absoluta fue perdido en un momento desgraciado. Tan desgraciado como el chancho que ahora va por la cuarta fila de asientos, demorado por un viejo con cara de bueno que no encuentra el boleto. Y ojalá que no lo encuentre porque él no lo tiene aunque lo sacó y en unas cuadras más se baja.

Gracias abuelo, le dice el chancho al viejo; con qué derecho, como si ser viejo te haga automáticamente tener hijos, y a tus hijos, hijos, llegado el momento. Abuelo, como si fuese un título de nobleza; y qué tal si el viejo no es nada noble; qué tal si fue un torturador y la vejez, la sola cualidad de abuelo otorgada gratuitamente por el chancho lo librara de todos sus crímenes.

No tengo boleto, lo perdí, piensa él que va a decir cuando se ve a sí mismo desde el asiento en el que está sentado, levantarse, avanzar hacia el chancho y pegarle una trompada en la nariz, una trompada violenta, certera; la sangre chorrea y el chancho cae mientras alguien cuenta;  el bebé, el bebé cuenta uno, dos, tres, cuatro, siete, ocho, out, para luego levantarle la mano mientras el chofer lo alza en andas recorriendo el ring colectivo.

 Boletos, dice el chancho que no está en el piso, boletos  repite cerca de  su cara mientras el bebé de la señora del segundo asiento duerme, mientras Lara  mira la hora y empieza a enojarse, mientras el chofer se distrae

 Miró un segundo de más a la morocha que cruzó la calle, un segundo de más tardó  en pisar el freno. El Mercedes corta en dos la bicicleta de una niña.

Los circunstanciales contratos se disuelven: el chofer ya no maneja, el colectivo ya no avanza, el chancho ya no pide boletos, el nene llora, la niña ya no camina, él se baja, la morocha se aleja, y Lara ya no se enoja.

- Y a vos, ¿no te pasó nada?

 Ël encuentra el boleto en el bolsillo izquierdo del pantalón.

-. No, a mí no me pasó nada. 

El ocaso de Maradona (relato de Ricardo Murúa)


Ella tiene la mano de él entre sus manos, sobre el mantel amarillo que se cruza encima del mantel bordó, en el que reposa el cenicero con tres cigarrillos apagados, aplastados que despiden mal olor; pero ellos no se dan cuenta. Ella le habla de las bondades del departamento que visitó esa tarde con sus padres. Es luminoso, sé que te va a gustar; tiene dos ambientes y una cocina bastante amplia, eso es lo primero que mamá miró. El dormitorio no es ni grande ni chico, va a caber la cunita de la nena o nene. No lo saben porque decidieron ignorar los resultados de la ecografía que demuestra que van a tener una nena porque aquella noche no se cuidaron como es debido en la playa, en la carpa, en verano; y ahí están, con la fecha de casamiento encima. Y él que no se decide cuando ella le pregunta, qué te parece, lo hacemos en el club de bancarios de papá, él ya averiguó y creo que lo señó; qué te parece.

Dos gaseosas frías, una lima-limón y una tónica, por favor. Nada más la mano de ella se suelta para tomar la copa que él no levanta porque aún no la llenó, ocupado en algo que aparece sobre su cabeza, detrás de la cabeza de ella que le dice qué, tengo algo mal en el pelo, es que no tuve tiempo de ir a la peluquería, mamá reservó el turno pero nos atrasamos mirando las cortinas. Si tus papás van a venir para el casamiento se pueden quedar en la casa de mi hermana que tiene lugar, a vos qué te parece, es grande; papá ya arregló todo. Y el mozo que mira lo mismo que él mira, pero el mozo no mira por sobre la cabeza de ella porque está en un ángulo diferente al de él; por lo que ella no le pregunta al mozo, se lo pregunta por segunda vez a él; Sergio, qué tengo, qué tenés que mirás así.

El mozo deja la bandeja sobre el mostrador y agarra la servilleta con las dos manos; ella le toma otra vez la mano a él, pero él la abandona como el mozo a la bandeja, los dos en un estado especial de tensión. Sergio y el mozo, el mozo y Sergio no se miran, ambos miran ese objeto convocante  que Sandra no ve porque está de espaldas, la única ubicada  de espaldas al Philco del boliche de la esquina de la facultad. Ese artefacto en el que todos miramos cómo el 10 va a patear el penal. Te imaginás Sergio cuando empiece a dar pataditas. Todos miramos la pelota; estás hecha una pelota nena, me dijo el otro día la tía Susana. Amor, tomá la gaseosa que se entibia; en qué estás pensando que estás tan callado. Una pelota, a vos te parece.

El mozo se agarra la cabeza y lo mira a Sergio como pudo mirar a cualquiera. Sergio mira al mozo porque es el único mozo que lo mira. La pelota se fue muy lejos, por encima del travesaño, Sergio qué te pasa, decíme algo. Es el ocaso.Transcurren cinco segundos de silencio en el bar, en la ciudad.

Es el ocaso  Sandra, es el ocaso de Maradona.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Una pareja perfecta (Película recomendada)

Director: Nobuhiro Suwa

Guión: Nobuhiro Suwa

Origen: Francia, 2006

Título original: Un Couple Parfait

Luego de varios años de residir en el extranjero, Marie y Nicolás regresan a Francia para asistir al casamiento de unos amigos. Se encuentran al borde del divorcio. Contrariamente a sus expectativas este corto viaje les dará una nueva oportunidad para pensar en el futuro de su relación.

La noche de la iguana (película recomendada)

Director John Huston

Guión: John Huston y Anthony Veiller basado en la obra homónima de Tennessee Williams

Origen: EEUU 1963

En un remoto pueblo costero de México, un sacerdote episcopal que fue destituido de su cargo, lucha por reorganizar su desastrosa vida. Y tres mujeres-la poco sofisticada dueña de un hotel, una delicada artista, y una lujuriosa y obstinada adolescente- pueden  salvarlo o destruirlo. Con un excelente elenco encabezado por Richard Burton, Ava Gardner y Deborah Kerr, la dirección del legendario cineasta John Huston y un sensual guión basado en la obra de teatro de Tennessee Williams. Ganadora de un Premio de la Academia y nominada a tres más, la película explora la oscura noche del alma de un hombre e ilumina las diferencias entre los sueños y la agridulce entrega a la realidad.

Otras películas  basadas en obras de Tennessee Williams, también recomendadas: Un tranvía llamado deseo  (Elia Kazan-1951) y El gato sobre el tejado de zinc caliente ( Elia Kazan-1955)

jueves, 30 de octubre de 2008

Un hombre y una mujer (relato de Ricardo Murúa)


Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Él vivía en una casita en un suburbio del sur de la gran ciudad, acompañado por su mujer y su perra Micaela. Mi madre, comprometiendo su pequeño departamento, fue garante de su último alquiler. Hacía casi cuarenta años que se habían separado en circunstancias para ella dolorosas, mejor dicho, él la había abandonado con su pequeño hijo. Nunca comprendí los motivos de sus sinuosos y esporádicos contactos en los que mi padre salía favorecido y mi madre dolorida y desencantada una vez y otra vez más.

No digo con esto que se atrasase en sus pagos mensuales, es algo distinto. Mi padre llevaba todos los domingos a su mujer a visitar a sus hermanas. Él no compartía las reuniones, consideraba que no era gente apropiada para sostener una conversación animada y culta. Fijaba un horario y la pasaba a buscar. En el entretiempo se presentaba en la  casa de mi madre quien, sorprendentemente, lo agasajaba con todo lo que había en la heladera, y dado que mi padre era medido para todas las cosas, entre ellas para comer, prefería llevarse en una vianda aquello que no comía en el momento. La vianda incluía alimentos dulces y salados, pickles, y pan. Cuando mi madre fallaba en la recepción, al no tener preparada la torta hecha con dulce de membrillo, se desencadenaba una suerte de reproches mezclados con humoradas y coqueteos. Mi padre era muy seductor.

Algunos domingos amanecían despejados y mi madre  ya estaba preparada escuchando en un viejo Ken Brown música de los años cincuenta- las grandes bandas del tipo de Ray Connif-, y música de películas. “Un hombre y una mujer” era su preferida, na, na, na, nananá, nananá…Si a partir del mediodía el cielo se nublaba y amenazaba con llover- lo que es frecuente en primavera-, ella se ensombrecía y apagaba la música. Sabía que mi padre no sacaba su viejo Ford en la lluvia porque se manchaban los cromados. En esos días, mi madre organizaba una reunión con sus amigas para tomar el té y no desperdiciar los alimentos, excesivos para ella sola. Sospecho, con alguna maldad, que una de ellas en particular, Lina, preparaba su estómago ni bien el tiempo tornaba lluvioso. No obstante, reconozco que Lina era su mejor amiga; atenta desde su ventana a la partida del Ford en los días soleados, cruzaba el gran parque que separaba su edificio del de mi madre- aun sabiendo de la depredación de alimentos-, y le hacía compañía. .

Lina conocía las consecuencias de aquel agasajo en el ánimo de su amiga y no regateaba su presencia amistosa. Yo apreciaba a Lina, una mujer anciana que adoraba las carreras de caballos, y que recordaba con mucho humor a un antiguo novio al que apodaba “Nube Negra” por lo raro de su conducta. Lina agradecía el no haberse casado con él; si no me perdía tu pastel de membrillo, Nelly. decía esa mujer deliciosamente delgada y jugadora.

 

Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Yo vivía entre unas hermosas sierras, en una cabaña de troncos.

Dada la distancia, la correspondencia con mi padre era muy frecuente. Sus cartas estaban escritas en hojas amarillentas y siempre cambiaba de lapicera en medio de la escritura porque se le acababa la tinta. Las encontraba tiradas en la puerta de una escuela cercana a su casita. Funcionaban previo tratamiento con calor; aunque no demasiado, porque la tinta reseca podía saltar del cilindro al hervir y manchar no sólo los dedos sino también la cubierta de plástico transparente que cubría al mantel con flores. Como la tinta se acababa, cada carta tenía por lo menos dos colores de tinta.

 

 

 

En esa época le mandé a mi madre, no ya un fragmento, sino la novela, con el fin exclusivo  de que la llevara personalmente a una reconocida editorial. Inmediatamente realizó lo encomendado, y no sólo eso, concurría por lo menos una vez a la semana al centro de la ciudad para informarse acerca de cuándo sería publicada. Nunca me lo dijo, pero sé que en esas oportunidades llevaba su torta de membrillo o algún perfume para esa empleada de la editorial que la atendía con tanta dulzura, según me contaba en nuestras comunicaciones telefónicas. Fue inútil que le dijera que su presencia sistemática no tendría como consecuencia la publicación de la novela de su hijo; aunque más de una vez llegué a pensar que justamente sería publicada a fin de que ella dejara de concurrir. Nunca le reintegré a mi madre el dinero que gastó en esos “paseos” y gestiones. Me consolaba el saber que Lina la acompañaba a la editorial y luego se instalaban en un cafecito para comer Lemon Pie.

 

En una de las cartas de mi padre recibí su juicio acerca del fragmento de novela que le enviara. Esperaba ansiosamente esa carta porque sabía de su rigurosidad para tratar los temas y su gusto para emitir sentencias. Esta vez la caligrafía fue particularmente simétrica y armoniosa, y no se produjo ningún cambio de tinta a lo largo de todo el escrito: “Yo quería llegar a viejo pero sin títulos, ahora veo cerca el de octogenario. ¿no serán palabras discriminatorias? Los escritores, pintores, y/o escultores, siempre lograron sus mejores obras elevándose gracias al alcohol o las drogas. Yo me elevaré gracias a que se me han muerto algunas neuronas. Se dice que los locos, los niños, y los viejos dicen la verdad. No es cierto. Lo que expresan son visiones en virtud de su insuficiente irrigación cerebral. Tranquilo lector, ya llegaré a transmitir mi idea, no recurra al despreciable recurso de ir a la última página. Había un escritor, confundo su nombre con el de otro. Uno era Espronceda, pero no me refiero a ése, sino a Jardiel Poncela, autor de Hubo una vez once mil vírgenes y Nene, los muertos no se tocan. Era tan hilarante y loca su escritura, que publicaba también los borradores, para que el lector no se perdiera lo que tal vez era bueno, y él por su exquisitez se lo hubiese negado. Vos me contaste que la música conocida por nosotros es tocada en octavas (no sé si así se dice) y escrita en pentagramas. Otra es la gregoriana, otra es la asiática (puede ser decafónica o dodecafónica), escrita en doce no sé qué. Bueno, vos me lo explicaste alguna vez, y me entenderás. Ahora, no descubro nada si digo que gramaticalmente, los signos de puntuación y acentuación hacen al entendimiento de la lectura.

Los islámicos, hebreos, chinos o japoneses no usan nuestros signos; es que cuando hablan tienen su propio tono de voz, hablan como gritando y eso no nos cae grato a nuestros oídos. No se llega a interpretar su ánimo porque nuestro oído no capta su melodía. Agrego que es importante enseñar a leer con melodía, respetar todos los signos, porque de lo contrario no se aprende  nada del contenido. Cosa que les ocurre a los alumnos tanto primarios, como secundarios, y terciarios. En mi época de primaria había en todos los grados, una hora semanal dedicada a la lectura en voz alta, de frente a la clase, tomando el libro con una mano y la otra libre para pasar las hojas. Y a memorizar y leer con un golpe de vista el último renglón al efecto de no producir una pausa al cambiar la hoja.

Tu libro, relato, novela, no sé qué nombre le das, al no tener todos los signos, pues le has quitado la marcación de los diálogos, los signos de admiración, interrogación y las interjecciones,  hace que uno deba releerla. Es interesante, no me desagrada, pero habría que “marcársela” al lector desprevenido. Si la lee un intelectual dirá: “qué estupidez, ¿y éste se dice escritor?” Si la lee un hombre común con poca atención, la releerá y pensará: “¡Qué tonto soy!”. Y si la lee uno acostumbrado a pasar su tiempo leyendo pensará: “¡Qué malo!” y lo dejará de lado. Ahora, si el que la lee es un snob, la llevará bajo el brazo para parecer un intelectual.

Lo antedicho es lo que me pediste que te expresara. Lo escribí fuera del contenido de la carta, en una “separata”, para que en caso de que no te guste o te ofenda (que sería lo último que deseo), la rompas, la destruyas, y hagas de cuenta (de) que nunca te dije nada. FIN

Posdata: Mis cuentos son cortos y costumbristas, yo sé que a vos no te gustan; pero la gente en su mayoría no lectora los prefiere, porque necesita cosas rápidas para leer  y a otra cosa, no tiene tiempo para la lectura con los problemas de este país. No se lo permiten. Los Tres Mosqueteros, en cien o en ciento cincuenta páginas fue leído por una multitud. El original de tres tomos con más de mil hojas no lo leyó ni el corrector.”

 

La carta que acompañaba a esta “separata”, como él la llamó, hablaba de cosas vanas tales como los últimos arreglos de su Ford, las nuevas ocurrencias de su perra, el disgusto que le ocasionaban las conversaciones de los estudiantes que pasaban por su vereda, y los últimos logros culinarios de Celina. Hacía tiempo que él se refería a mi madre por el nombre de la localidad en la que ella vivía, Celina. Por lo tanto, Celina se enojaba, cocinaba, llamaba o se enfermaba.

Debo aclarar que mi padre se inició como escritor de relatos al poco tiempo en que le dije, por carta, que el entorno de las sierras me era propicio para la escritura. Era cierto que sus “cuentos” como él los llamaba, a mí no me gustaban

Yo estaba preparado para una separata de este estilo, aunque su lectura me conmovió, tanto como el llamado de larga distancia de Lina desde la casa de Celina:

-¡Te felicito, me ha contado Nelly que sos un gran escritor¡

Juicio basado en el cariño, no habían leído la novela.

 

A partir de ese momento, la correspondencia con mi padre omitió absolutamente toda mención a cualquier expresión literaria. El tema fue obviado cuidadosamente de mi parte, y ninguna de sus cartas contuvo ya “cuentos”, ni “separatas”. La geografía, la mecánica, la balística, las construcciones, y las anécdotas personales ocuparon toda la escena. La revista Mecánica Popular, la National Geographics,  y el Selecciones del Reader Digest junto a un manojo de recuerdos fabricados fueron la constante hasta su muerte, poco tiempo después.

 La editorial nunca respondió, y  mi madre dejó de insistir luego de la muerte de Lina.

 

jueves, 23 de octubre de 2008

El Mini (relato de Ricardo Murúa)


El celular que suena a las dos de la mañana debió ser apagado al acostarse, como todas las noches. Algo azaroso, una distracción, tal vez el viento que golpeó la ventana del balcón y la obligó a levantarse a cerrarla ni bien se acostó, la desvió de aquélla  rutina. Tal vez fue otra cosa que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque fue el más ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

 Otra cosa que no sabemos: la que hizo que por primera vez desde que están juntos, no estuviesen  a esa hora bailando y bebiendo en el sitio preferido; la que tras cerrar la puerta con llave y traba, la impulsó a  arrojar primero un zapato, caminar descalza tres pasos, arrojar el otro, llegar a la heladera, mordisquear un pedazo de pizza ya mordisqueado, beber de la botella abierta  un sorbo de cerveza sin gas,  muy helada, lo último orientada en la oscuridad por la luz de la heladera abierta.

 

El pequeño Mini se alejó veloz  cuando ella cerró la puerta del edificio.

 

Si no estarían juntos esa noche, por qué ella está sumergida en la bañadera   momentos después de cerrar la heladera que dejó la cocina a oscuras. Por qué si su costumbre no es bañarse de noche, ni siquiera ducharse, algo que hace todas las mañanas y a veces por la tarde, está ahora fumando, iluminada por una vela, con el agua tibia hasta el cuello, con los ojos cerrados, escuchando una balada de  Tom Waits. Pero, de qué rutina se puede hablar si es el primer sábado sola después de un año. Todo es novedoso entonces, el viento golpeando la ventana que quedó abierta, la pizza fría, la botella abierta, el baño, el mini saliendo veloz,  el celular encendido, los zapatos revoleados- uno quedó sobre el sofá-, y la voz arenosa de Waits desde el dormitorio.

 

El Mini se desliza suavemente por la autopista hacia las afueras del centro de la ciudad.

 

Está boca arriba en la cama respirando suavemente con los ojos cerrados, despierta;  suena el celular a las dos de la mañana. Dice hola, escucha. Sentada en la cama con las piernas cruzadas respira agitadamente, y lo apaga.

Encuentra el zapato sobre el sofá, se lo coloca y camina rengueando, el otro no aparece; camina hasta la puerta de entrada del departamento y reconstruye la acción para encontrar al otro asomado detrás de la maceta del ficus, Detrás de la puerta del baño está la pollera y en el placard la blusa que no combina con la pollera porque no hubo elección, sí necesidad de no salir medio desnuda a la calle a detener- con la mano que sostiene la cartera abierta- el taxi que ahora se aleja veloz después de que ella da un portazo para decir después perdón, y después el destino.

 

El Mini en el estacionamiento de ese boliche nocturno desconoce de azares y novedades, reposa tranquilo luego de alcanzar los 160 km/h por la autopista hasta dejarlo a él a pocos metros de la barra en la que una mujer rubia  le pasa la mano por la cabeza. Los autos no saben de azares, ni de rutinas, ni de celulares, por eso no se esconden de las luces verdes y rojas que destellan desde el cartel que los convoca.

 Los celulares tampoco saben de esas cosas cuando indican números desconocidos, o cuando anuncian que otro se encuentra apagado o fuera del área de cobertura. Ella ha llamado cinco veces, desde que subió al taxi que tardará más que el Mini en llegar al estacionamiento.

 

La piedra que elige es redonda, bella, con algunos brillos de mica entremezclados con el cuarzo y el feldespato; cabe en su mano y no pesa en su brazo que ahora se balancea por arriba de su cabeza para dar un último envión, directo al parabrisas del Mini que se astilla en mil pedazos, o más. Corrijamos, ella no eligió la piedra, estaba ahí junto a otras en un cantero del que ahora ella saca otra destinada al vidrio del lado del volante. Mete la mano en la cartera abierta y saca una foto que siempre lleva,  una en la que ambos se encuentran abrazados- en una playa con arena blanca- con el agua cálida y transparente a la altura de la cintura, besándose de perfil a la cámara.

Con un chicle que mastica con fuerza- el mismo que la acompaña desde  que saltó de la cama hace casi una hora-, pega la foto en el espejo retrovisor del Mini. Los dos besándose de perfil con el agua cálida en una playa de vidrios astillados.

 

El taxi recorre la autopista desde el norte hacia el centro de la ciudad, se detiene y ella cierra la puerta suavemente.

 

Arroja la botella de cerveza sin gas sobre el vidrio de la ventana que quedó abierta, calla a Tom Waits de un golpe, se sumerge en el agua cálida de la bañadera sin quitarse la pollera, con la cartera abierta en la mano, llora y llora hasta que suena su celular llamado por el otro celular al  que no atenderá nunca más.

Los celulares tampoco saben por qué dejan de hablarse; los Minis veloces no entienden por qué son remolcados. Ella no sabe por qué deja de llorar.

Tal vez es por algo que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque es el menos ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

El hombre de la vuelta (relato de Ricardo Murúa)


El hombre de la vuelta no parece un tipo malo aunque con frecuencia manda a su mujer al hospital. El hombre me ha contado, involuntariamente, los motivos de las palizas.

Cuando le pega a la mujer le grita que no hace tal o cual cosa como a él le gustaría, y eso lo escucho desde mis fondos, aunque no llego a escuchar con claridad los argumentos de la mujer cuando llora y balbucea. Esto pasa sólo por las noches y no es que él beba de más, pero queda claro que los argumentos de ella nunca son suficientes para que deje de estropearla.

Por lo que he podido observa desde mi ventana, ellos se aman, los domingos que ella no está impresentable van a una plaza cercana con sus hijos y se los ve muy sonrientes cuando regresan con helados, abrazados. Para decir las cosas como son, los hijos del hombre de la vuelta son muy desagradables y no estaría mal que ellos sean pateados de vez en cuando también. Son dos adolescentes irrespetuosos que lo miran a uno de arriba, en especial la mujercita, con esos senos repentinos se lleva todo por delante.

El muchacho tiene la cara llena de granos amarillentos sobre una tez blanca y unos  ojos muertos, el conjunto lo hace parecer un ciego insolente, de esos que tienen el mal gusto de llevarse todo por delante con esos bastones articulados.

Los elementos de ortopedia y los bastones de los ciegos me han producido siempre una particular opresión y asco. A pocas cuadras de la casa, en la avenida, hay una casa que vende esos productos para defectuosos y mutilados. Sé que está ahí, y evito pasar por esa obscena vidriera, aunque para ir al parque con Tom deba caminar, a ver, sí, tres cuadras de más. Pero es que esas fajas marrones, esos corsé con hierro, y en particular esos pies con esas piernas de plástico me hacen dudar del buen gusto de Dios.

El hombre de la vuelta es chofer de micros urbanos, tiene un prominente abdomen, seguramente fruto de estar sentado todo el día, a excepción de los domingos y sus paseos en familia. La mujer no es tan desagradable, pero algún golpe excesivo dificulta su caminar. He hecho algunos cálculos y esa renguera no la atribuyo a la polio. Veamos, ella tiene 37 años, lo sé por una frase del hombre: “37 años de imbécil”. Las epidemias de polio desaparecieron a mediados de la década del cincuenta, ergo,  cojea por algún golpe. Ella a veces grita:”no me patees”. Es increíble, pero para saber de su vida sólo hay que escucharlos y verlos.

También me ha dado por pensar que el hombre de la vuelta es judío. Esto porque jamás ha asistido a la capilla de mi calle. Jamás. Este detalle, si se puede llamar así, no se relaciona con el rigor que le dispensa a la mujer. O sí se relaciona, evidentemente debo pensar más en eso. A la posible condición de judío debo revisarla, primero porque nunca hubo judíos en el barrio, éste no es un barrio de judíos;  segundo, no hay choferes judíos. Los choferes son italianos, polacos, esas cosas. Tal vez no sea judío, pero no lo imagino tan inmoral como para ser ateo, esos no tienen hijos porque no creen en la humanidad.

Hay cosas de los vecinos que a uno lo desorientan, y no es bueno vivir rodeado de gente que vaya uno a saber quiénes son y cómo piensan.

Hay cosas poco claras del hombre de la vuelta. Y no quiero atreverme a pensar que la mujer es clienta de la casa de ortopedia. Dios.

lunes, 20 de octubre de 2008

La Luger (relato de Ricardo Murúa)


 

 

Sube en el viejo ascensor hasta el séptimo piso. Recorre el pasillo hacia la izquierda, introduce la llave en una cerradura. Entra al departamento alquilado que ella eligió. Se quita la campera, camina hasta la cama, coloca el antebrazo derecho sobre los ojos, y de espaldas, se deja caer. La punta de un pie quita un zapato, la otra quita el otro trabajosamente, porque ese cordón está anudado con más fuerza. Al fin cae, queda descalzo, y siente un poco de alivio. Ha regresado de la oficina y está más cansado que cualquier otro comienzo de fin de semana.

Ella se fue hace tres días de manera perfecta,  no han quedado huellas de su presencia en ningún sitio, salvo el detalle malicioso de una foto en aquella pared frente a la cama. Una imagen en la que  los  dos sonríen abrazados, abrigados, juntos por primera vez en la nieve. Y última, piensa él.

Se despierta, estira un brazo hacia su mesa de luz, saca una pistola de juguete con la que apunta a la lámpara, al televisor, a la ventana de enfrente que se ve desde la cama. Sobre cada objetivo apuntado se detiene unos segundos y  emite el sonido de disparo, como el que los varones pequeños hacen cuando juegan a los pistoleros.  Vuelve a apuntar, dispara a casi todo lo que ve menos  a la foto que se encuentra en línea recta al centro de la cama en la que reposa. Esa foto ominosa que él esquiva  trabajosa y eficazmente.

El juguete es una réplica de una pistola Luger nueve milímetros, modelo usado por el ejército alemán a partir de 1908, y emblema durante la segunda guerra. Fue un regalo de los Reyes Magos. Él tenía siete años y había pedido por carta un rifle igual al que usaba Chuck Connors en El Hombre del Rifle. Cuando su madre advirtió su cara de decepción frente a la Luger, le dijo que los Reyes no miraban mucha televisión, y no distinguían un rifle de una pistola. Mejor argumento que decir que los reyes eran filo nazis, era. Al año siguiente no pidió regalos. Los viajeros a camello le trajeron arco y flechas y una ametralladora a pilas que al disparar emitía luces y sonidos espaciales. Puestos ambos regalos a la par, uno de ellos era anacrónico; pero los reyes tampoco deberían saber  eso.

Cuando decidieron reemplazar el rifle por la Luger, tal vez sabían que Connors, antes de ser un héroe en el oeste, había sido actor de películas porno. Los nazis de porno, nada.

La Luger fue incautada en una oportunidad por su abuelo.

- Parece real- Había dicho para luego quitársela y ocultarla durante años. El arco, las flechas y la ametralladora, por lo visto, no parecían auténticos.

Cuando la Luger regresó  a sus manos, luego de la muerte del abuelo, tenía dieciocho años. La contempló largo rato, y luego de agradecer el criterio de los reyes prometió nunca separarse de su juguete.

 

Esa noche habla largamente por teléfono con ella. Tres días son suficientes. Despliega los puentes para el regreso. Además, mañana será sábado y desea la reunión programada con los amigos en el departamento de ambos, pero que ella eligió. Luego de la llamada, guarda la Luger en su mesa de luz y se dispone a ducharse. Ella llegará a medianoche. Antes comprará cervezas para hoy y para mañana.

 

- Todo por un juguete-, dice el padre dirigiéndose a su esposa. Lo dice mientras seca un plato que ella ha lavado.

- Siempre dijiste que él era un muchacho raro, no sé qué te sorprende ahora-, lo dice sin dejar de mover las manos debajo del chorro de agua que sale de la canilla. Ahora le toca el turno a una olla. Le dará más trabajo, tendrá que rasparla con un cuchillo  porque un poco de alimento se ha pegado en el fondo de aluminio. No le gusta dejar la olla en remojo para facilitar su limpieza más tarde. Debe quedar todo limpio después de la cena.

Él se toma un tiempo para pensar, con los puños apoyados en la mesada de la cocina mira por una ventana que da a una pared.

- Nunca dejó de sorprenderme, empezó cuando eligió a nuestra hija como pareja-, dice él calculando que falta poco para secar la olla. Lo hará con un trapo específico para ese trasto.

- Su es una buena muchacha y él no es malo-,  dice la mujer sin demasiada convicción.

-Pero separarse porque ella dejó caer su pistola de juguete los hace a ambos muy extraños, no me lo discutas-, lo dice sabiendo que en 32 años de casados nunca tuvieron un entredicho.

- Lo que importa es que no dejen de estar juntos-. sentencia la madre de la que prepara en ese momento el gran bolso en su cuarto, la madre que ha hecho muchas cosas y ha dejado de hacer muchas más para seguir estando junto a su esposo, y mientras piensa en eso se inclina y saca del horno dos docenas de empanadas, ahora tibias, que coloca prolijamente en una vianda, separadas por servilletas de papel.

- Falta una , dice ella -,  no en un tono de reproche, sólo describe.

Mientras él guarda la olla, ella agrega al paquete media tarta de manzana, la preferida del muchacho raro pero bueno que vive con su hija.

 

Su aparece por la puerta de la cocina inclinada por el gran bolso. El padre se ofrecerá a llevarla, pero ella ya pidió un taxi.

-No le toques sus cosas-,  suena graciosa la frase en boca de la madre que no intenta ser graciosa al despedir a la hija- y sacá la comida del paquete.

- Ésta siempre será tu casa -, murmura el padre después de besarla y cerrar las puertas barrote del ascensor. Puertas que dan la sensación de que uno de los dos se encuentra de visita en una cárcel en la que el otro está preso. Hasta que el ascensor desciende y  ella se va. El recluso es él.

-Espero que no regrese y que pueda ser feliz -, dice el recluso que entra a la cocina para tomar la taza de café puesta sobre una mesita en la que del otro lado alguien no le contesta mientras hojea un viejo Selecciones del Reader´s Digest.

 

De no ser por el bolso hubiese regresado caminando. Si el taxi no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho algo, después de esos tres días, a través del portero eléctrico. Pero estaba con la puerta trasera abierta y con el taxista aproximándose hacia ella, para ayudarla con el enorme bolso que él guardaría en el baúl.

Si el taxi negro y amarillo no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho:

-Ya llegó el taxi -.Su sólo hablaba cuando tenía algo para decir, y era una muchacha de hablar muy poco.

 Sube al taxi, cierra la puerta y sólo indica una calle y un número.

El taxista, un hombre con aspecto rudo de unos cuarenta años, le hubiese dado conversación como a todos los pasajeros. En verdad le hubiese largado su monólogo sobre el clima, los precios, la corrupción del gobierno y la estupidez de los votantes, todo en ese orden.  Temas encadenados con eslabones tales como: “qué se va a hacer”, “es así nomás”, “a usted le parece”, “mire, le cuento”, así no se puede trabajar”, y muchos más porque las cadenas de los taxistas son largas.

A ella sólo le pregunta.

-¿Hasta dónde?-  Y en  la dirección indicada dirá -son 18.

 

Sentados en el balcón del departamento que ella eligió destapan cervezas. Es una noche estrellada, el aire es fresco. Ella comienza a  levantarse para traer las empanadas que se han recalentado en el horno, él se adelanta. Trae en una mano un plato con seis empanadas y en la otra el medio pastel de manzana en una fuente,

La cerveza está muy fresca y ambos están felices. Acaso la felicidad pueda medirse por la temperatura de una lata, por el sabor de unas empanadas precisamente condimentadas, por el fresco que invade el balcón, por las hermosas luces de la ciudad a esa hora.

Él arrima la silla junto a la de ella, la abraza. El próximo verano estarán juntos en la nieve, se asegura.

Ella dice:

-Te quiero.

 

domingo, 19 de octubre de 2008

Bellas Artes (relato de Ricardo Murúa)


Es la tercera y última vez que hará el intento de ingresar a la Academia de Bellas Artes de Viena. Atrás ha quedado Braunau con su padre en un cementerio y su madre cancerosa.  Se dirige con firmeza hacia el edificio disimulando  la pobreza de su vestimenta, casi harapienta, escudado en un cuadro envuelto en papeles rústicos que lleva debajo del brazo, cruzándole el pecho.

Sube las escalinatas de mármol e ingresa en el hermoso edificio. Recorre pasillos y se planta delante de una puerta altísima. Golpea y se anuncia. Espera con los ojos cerrados, no habrá otra vez se ha dicho a cada paso.

Entra a un amplio salón despojado de muebles, exceptuando aquella mesa del fondo y las cinco sillas ocupadas por cuatro hombres y una mujer, el jurado de admisión.

Próximo a su destino desenvuelve el cuadro, sin mediar saludos ni presentaciones porque ya se conocen, el aspirante y los jueces. Coloca el óleo en un atril que está a su derecha. Mira al jurado que a su vez mira el cuadro.

Transcurren exactamente dos minutos. La mujer, que se  halla sentada en el centro, quita la vista del óleo,  mira a los dos hombres de su derecha, luego mira a los dos hombres de su izquierda. No hay gestos ni palabras.

La mujer toma una pluma y escribe en un formulario. Lo firma y lo extiende al aspirante que lo guarda sin leer; que luego toma el cuadro y lo envuelve sin cuidado en los rústicos papeles, que gira y se retira, sin saludar, hacia la puerta.

En las escalinatas extrae el papel del bolsillo, busca con los ojos el lugar preciso, y lee: rechazado. Es la primavera de 1917. Cruza la plaza desbandando palomas.

Adolfo Hitler se encamina hacia otro destino.



viernes, 17 de octubre de 2008

Mercurio (relato de Ricardo Murúa)


Diccionario Enciclopédico Planeta en diez volúmenes tomo séptimo Editorial Planeta, Madrid, Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Lima, México, Quito, Santiago de Chile, todos los derechos de producción, adaptación y ejecución, reservados para todos los países. 1984, página 3226, Mercurio m .Quím. Metal líquido a la temperatura ordinaria, que en el barrio y en verano llegaba a los 37 grados, con número atómico 80 y de masa atómica Hg 200.61, que a fuerza de constancia y de goteros juntamos en un frasco rescatando las millones de gotitas cuyo punto de ebullición es de 357 grados, que salían del desague de la fábrica de termómetros Franklin ubicada en la esquina de Colpayo y Mendes de Andes y que disuelven con facilidad el oro y la plata, el plomo y los metales alcalinos, y que de acuerdo a lo prometido por el botellero equivalían a 100 pesos por cada kilo reunido en el frasco en desuso de café instantáneo. Al contacto con el aire, el mercurio se altera lentamente recubriéndose de una película gris de óxido mercurioso, que además quedaba adherido a las manos rigurosamente lavadas luego de la tarea que pelaba rodillas y robaba horas a los picados de futbol, mientras que el mineral de mercurio es el cinabrio que en aquella tarde de gloria en el almacén de Don Rogelio movió la aguja de la balanza acusando 1.025 gramos, equivalentes a 102 pesos con 50 centavos, cuyo destino sería discutido en plenario de recolectores de ese elemento que solidifica a –39 grados y toma un parecido muy notable a la plata-, dato este último que me hizo llorar porque cuando el frasco resbaló de las manos de Carlos no hacía esa temperatura inimaginable y redentora, por lo que las gotitas volvieron a la esquina de Colpayo y Mendes de Andes, luego de disociarse a temperaturas más elevadas al golpear en la vereda impedido, eso sí, de ser atacado  por el cloro en frío y el azufre en caliente mientras yo corría a casa, las lágrimas saliendo de los ojos que buscan la información en el tomo LL OC del mencionado texto, porque la información es poder había escuchado y yo que me informaba para poder torcer el destino del frasco cuyos vapores son muy tóxicos, mientras que a pesar de las secreciones salinosas de mis lagrimales, descubría la superficie del planeta mercurio, fotografía obtenida desde el Mariner 10. y la escultura románica de Itálica a la que le faltan la cabeza, los brazos y una pierna, pero tiene los genitales al aire, y mi tristeza por el recuerdo del frasco sano se diluía al considerar que Mercurio no era tan sólo el patrón de los mercados, los mercaderes y las ganancias sino también de las pérdidas, aunque el Planeta no dijera esto último.

El Cometa (Cuento de James Salter)


Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía en blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.

- Yo, Adele- dijo con voz clara-, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…

Detrás de ella, en calidad de primo de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.

En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda despreocupación e indolencia.

Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLerio, su primer marido- Frank, se lamaba-, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad- le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como solía decir- era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.

-Cenaremos bien- había dicho DeLerio muy contento-, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.

La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo- el capitán era de Long Island y se extravió-, DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera abajo.

-¿Sabe algo de navegación?- preguntó el capitán.

-Más que usted-respondió DeLereo.

Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimatum:

-Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.

Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como muchas otras. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor fuera la carta de un restaurante. había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.

Así era él, capaz y tranquilo. había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.

- A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.

-Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.

Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.

Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Todavía era guapa- su cara lo era-, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del piyama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.

- ¿Sabes una cosa?

- ¿Qué?

- He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.

Phil levantó la vista.

- Yo no me estrené tan pronto- reconoció.

- Pues deberías.

- Buen consejo, pero llega un poco tarde.

- ¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?

- Sí.

- Casi no podíamos parar- dijo ella-. ¿Te acuerdas?

- El promedio no está mal.

- Ya, estupendo.

Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor. pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.

Qué sabía Phil: estaba dormido.

 

 

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

- Por el fin de la privacidad y la vida digna- dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

- Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco- dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.

- Es verdad- convino su acompañante.

- ¿Qué es lo que hay que reconsiderar?- quiso saber Phil.

Le respondieron con impaciencia. El engaño, dijeron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.

- Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto?- preguntó inocentemente Phil-. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.

- Esa mujer me robó a mi marido. me robó todo cuanto él había prometido.

- Perdona- dijo Phil en voz baja-. Son cosas que pasan a diario.

Hubo un coro de protestas, las cabezas adelantadas como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó silencio.

- A diario- repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.

- Yo nunca le robaría a otra el marido- dijo entonces Adele-. Jamás.- Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas-. Y jamás rompería una promesa.

- Creo que no lo harías- coincidió Phil.

- Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.

Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.

- Desde luego que no.

-Él abandonó a su mujer- les dijo Adele.

Silencio.

La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.

- Yo no abandoné a mi mujer- dijo en voz queda-. Fue ella la que me echó.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos- continuó Adele.

- No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. –Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro-. Era la profesora de mi hijo-explicó-. Me enamoré de ella.

- Y empezaste una historia con ella-sugirió Morrissey.

- Pues sí.

Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.

- Al cabo de dos o tres días-confesó Phil.

-¿Allí mismo, en tu casa?

Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba abandonando.

- En casa no hice nada.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos-repitió Adele.

- Ya lo sabías- dijo Phil.

- Los dejó plantados. llevaban casados quince años, Desde que él tenía diecinueve.

- No llevábamos quince años casados.

- Tenía tres hijos- precisó Adele-, uno de ellos retrasado.

Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.

- No era retrasado- acertó a decir-. Sólo…tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo.

En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

- Cuéntales el resto- dijo Adele.

- No hay nada que contar.

- Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.

- ¿Es verdad?- preguntó Morrissey.

Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cena con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.

- No tuvo importancia- murmuró Phil.

- pero el muy burro se casa con ella- continuó Adele-. La chica va a Ciudad de México, donde él estaba trabajando, y se casan.

- No entiendes nada, Adele- repuso Phil. Quería añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resuello.

- ¿Todavía hablas con ella?- preguntó Morrissey con toda tranquilidad.

- Sí, sobre mi cadáver -dijo Adele .

Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclinado hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.

- Hablo con ella- admitió.

- ¿Y tu primera mujer?

- También hablo con ella. Tenemos tres hijos.

- La abandonó –dijo Adele-. Es todo un Casanova.

- Hay mujeres que tienen mentalidad de poli –dijo Phil a nadie en particular-. Eso está bien, esto otro no. En fin…-se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida-. pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad, volvería a hacerlo.

Una vez hubo salido, los demás siguieron hablando. la mujer cuyo marido había sido infiel durante siete años sabía qué se sentía.

- Finge que no puede evitarlo –dijo-. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf´s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.

El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele finalmente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.

- ¿Qué estás mirando? –preguntó al fin.

Phil no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:

- El cometa –dijo-. Salía en la prensa. Se supone que hoy es la noche que se ve mejor.

Hubo un silencio.

- No veo ningún cometa –dijo ella.

- ¿No?

- ¿Dónde está?

- Justo ahí encima –señaló él-. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. –Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.

- Vamos, ya lo mirarás mañana –dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

- Mañana no estará. Sólo pasa una vez.

- ¿Y tú cómo sabes dónde estará? –dijo ella-. Vamos, es tarde, marchémonos.

Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas.

Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina.

 

 

Cuento incluido en La Última Noche Ediciones Salamandra  2006

Título original: Last Night   2005