jueves, 27 de noviembre de 2008

Ferreira ( relato de Ricardo Murúa)


Estos agujeros los hicimos nosotros, tienen que estar ahí para que los monos no se atrevan a volver; señala el mármol lastimado del Ministerio de Economía frente a la Casa de Gobierno, el mármol lastimado que sirve de palomar. De Palomar, salimos de Palomar, adonde el otro día te llevé, seguimos las vías del tren volando bajito, éramos cinco. Ferreira cuenta que fue piloto, que bombardeó la Plaza de Mayo para echar al tirano, que huyó a Montevideo, y que regresó unos meses más tarde para continuar  resistiendo  El discurso armado con coherencia durante dos años de cárcel convirtió a este alférez administrativo de mala conducta en teniente con avión de guerra y todo. Aquel discurso, amasado con delirio y rencor en una celda militar, vistió a Ferreira con la chaqueta de cuero marrón, las botas lustradas, los guantes de cabretilla, el pañuelo a lo Lindberg, la gorra con las alas, y un cigarro entre los labios para fumarlo entre camaradas. Aquel discurso alado lo elevó sobre la pista buscando las vías para seguirlas hasta la Casa de Gobierno, bombardear la plaza, y huir a Montevideo, ciudad que, con su imaginaciçon, el alférez  recorre desde las rejas del cuartel sentándose a tomar una cervecita en la avenida 18 de Julio, brindando con los camaradas, con los que dentro de poco serán ex camaradas que ya no fumarán más con él porque ellos tienen chaquetas, botas, guantes, pañuelo a lo Lindberg, y una gorra con alas. Y él no, por eso.

El niño desea sentarse en un bar, comer un pebete, tomar Coca Cola. Mareado por el viaje en subte, doloridos los pies por la caminata con los zapatos que no crecen con él, e inquieto por lo que vivió en la clase de catecismo, mira las palomas de la plaza. Llegamos a vuelo rasante por Avenida de Mayo, la nariz del avión abrió un surco entre la gente que quedó tirada en la calle, dos colectivos se incendiaron, el último de los Gloster esquivó la Casa de Gobierno y descargó toda la artillería en el Ministerio de Economía. Con tu madre decidimos traerte al mundo cuando el país fuese libre otra vez.

Daniel sólo desea sentarse en un bar, mira a los granaderos que desfilan hacia el Cabildo. Vamos a comer algo como te prometí, Pasa el último avión en la imaginación de Ferreira, en el tablero la virgen mira al piloto, el piloto mira la plaza humeante. Mirinda quedó no más señor; es lo mismo mozo, traiga.

No, no es lo mismo papá, se traga Daniel. No es lo mismo Ferreira, no es lo mismo.

 

………………..

 

 

Esa mañana, Ferreira se despertó sobresaltado por la muerte de su vecino, a quien tanto odiaba. Siendo un individuo de odios fáciles no era de extrañar su sentimiento hacia esa persona que todas las tardes, invariablemente a la misma hora, pasaba por su vereda y amistosamente lo saludaba –hola vecino- y ocasionalmente le brindaba algún comentario del tiempo, o mejor dicho del clima, posibilidades de lluvia, humedad, vientos y otras variaciones. Gómez, así se llamaba, era un individuo silencioso. Nunca Ferreira tuvo una molestia sonora musical, nunca se escuchó un ladrido proveniente de la casa contigua. Gómez no tenía tiempo para hacerse cargo de un animal, trabajaba las ocho horas reglamentarias en una fábrica, más las dos extras que nunca rechazó, ofrecidas como premio a su asistencia perfecta y a su productividad. Para Ferreira, su vecino tenía un sólo defecto, silbar alegremente.

La fábrica de la que regresaba puntualmente Gómez dista doce cuadras de la casa de Ferreira y unos metros más, diez, hasta la suya. El sonido de las sirenas, agudo y penetrante a las seis de la mañana, indicaba que faltaba una hora exacta para el ingreso del primer turno a la fábrica. La sirena de las siete levantaba a escolares, maestros y profesores de las camas. En el barrio ningún vecino precisaba reloj para levantarse temprano, para vivir en realidad.  La sirena de las doce marcaba la pausa en el trabajo y la salida de las escuelas, la de las doce y treinta podía marcar rutinas variadas; tomar una medicación, sintonizar la radio en una emisora en particular, servir el almuerzo. Para los obreros era la vuelta al trabajo. Allí estaba la cervecera desde hacía más de cuarenta y tres años decidiendo la interrupción y el reinicio de las labores de los escolares, de las madres, de los empleados y de los obreros. Nunca nadie puedo imaginar la vida de ese pequeño barrio sin aquel sonido organizador, mañana , tarde y noche.

Gómez murió de un infarto en la vereda de Ferreira, aferrada una mano a la reja mientras intentaba decir alguna cosa, tal vez expresar su dolor en el pecho, tal vez comentar la víspera de las navidades,  o de año nuevo. Hacía diez años que los dos vivían solos medianera de por medio y jamás habían compartido esas festividades, ni siquiera un brindis pasajero. Ferreira regaba unas plantas, irrecuperablemente secas, cuando vio venir a su vecino tambaleando. Sin soltar la manguera de la que salía el agua que secaba las plantas,  retrocedió dos pasos cuando la mano colorada de Gómez tomó con fuerza un barrote de la reja oxidada.

Gómez cayó de rodillas, siguió mirando fijamente al jardinero fracasado, y luego cerró los ojos y murió en esa posición. La mano que sostenía la reja  descendió suavemente sin abrirse, agachó la cabeza como buscando algo perdido y no se movió más.

Ferreira tardó unos segundos en moverse, cerró la canilla y entró en la casa. Una vez dentro, abrió el cajón de un armario de su dormitorio, sacó un revólver reluciente y quitó las siete balas con las que estaba cargado. Colocó las balas en la caja original, que ahora sumaban cincuenta porque Ferreira jamás había disparado.

Sentado en su sillón preferido, escuchó voces en la vereda y el sonido de sirenas.

Ferreira nunca hubiese ayudado a Gómez, no por ser él, sino porque nunca hubiese ayudado a nadie en ninguna circunstancia. El comedido termina jodido, pensaba, y siempre fue fiel a esa sentencia.

Ferreira, hubiese sí, matado a Gómez; el arma y una de las siete balas lo tenían como blanco. El plan precisaba aún algunos retoques, pero esencialmente el disparo quedaría opacado por los estruendos de los cohetes de festejo de fin de año.

Ferreira tal vez no odiaba a Gómez, simplemente deseaba que no estuviese más en el mundo, ni él ni su silbido alegre, o dicho con más precisión, ni él ni su alegría expresada a través de ese estúpido y afinado silbido que saltaba las paredes de la medianera y entusiasmaba a los pájaros a imitarlo.

 

………………..

 

 

Antes que nada y para empezar quiero aclarar dos cosas, que yo no lo maté y que este vómito al que llaman café es intragable. Ya sé que todos los infelices que se sientan en esta silla dirán lo mismo. Pero conmigo hay una diferencia. Siempre conmigo va ha existir una diferencia, eso me quedó bien grabado de mi madre. La diferencia en este caso es que yo soy culpable, y que no lo maté.

No se impacienten por favor, escuchen. Yo sé bien que ustedes son policías por descarte. Pudieron haber sido sastres o carniceros. Lo mismo daba. Pero son lo que son. Yo sé que para cualquiera de ustedes A e igual a A y no podrá ser al mismo tiempo igual a B. Adviertan que su poca cultura no les impide pensar aristotélicamente. Sin embargo en el universo lógico de mi madre, sin pretender compararla con Aristóteles claro está, con ustedes da lo mismo cualquier cosa. Pero veamos, si ponen atención podrán entenderme, hasta comprenderme tal vez el elegido de entre ustedes, el primus inter pares.

Digo algo simple, que yo no lo maté porque el tipo se murió antes. Y digo que soy culpable porque nadie en este mundo deseó su muerte como yo, si es que alguien todavía es capaz de tener algún sentimiento perdurable. No me dio tiempo, se fue. Y si estoy acá sentado con este café asqueroso por haber hecho pública mi intención de matarlo, frente a ese coro de chusmas y mediocres que se autodenominan mis vecinos, es injusto porque las palabras no tienen efectos mortales. Y eso de que hay palabras que matan es una tontera, con el perdón de mi madre.

Lo asesiné en mi mente, en mis pensamientos. Entienden ustedes? Una y otra vez de mil maneras. Como esos actores de alguna obra de Shakespeare cuyo único parlamento es el rey ha muerto en alguna parte del cuarto acto, y que obstinadamente repiten la sencilla fórmula, ahora alegres, ahora tristes, ahora indiferentes, el rey ha muerto, el rey ha muerto, el rey ha muerto; pretendiendo encontrar el tono preciso para que todos los asistentes a la función se pongan a llorar por el esperado deceso del monarca antes del final de la obra, y demostrar que él estaba para cosas mayores.

Así fue como cargué y descargué la pistola cientos de veces. Sin disparar una sola vez, obviamente. Siete balas brillantes.

Fue tan exquisito mi entrenamiento con el arma que hasta logré sentir en mi mano la diferencia de su peso con o sin balas. Lo cual debe ser semejante a tener en la mano una paloma con alas, luego arrancarle una, y percibir la diferencia.

Lo cierto es que algo lo mató antes. Y con él murió el sentido de mis permanentes planificaciones.

Él regresaba de la fábrica siempre a la misma hora, 19.15, 19.20. Pasaba por la vereda de mi casa silbando, y es sabido que no me gustan los silbadores, transmiten una estúpida alegría de vivir. Yo regaba intencionalmente a esa hora las pocas plantas que el orín de los gatos no destruyó en mi jardín. Nos saludábamos. Él primero, yo después; es así como corresponde porque el que llegaba era él, por eso no más.

Su casa está pegada a la mía, y decir está es correcto porque el que murió fue él, no su casa; entonces la casa sigue ahí, pegada a la mía. Y ya no es su casa, en realidad.

Lo iba a matar el 31 de diciembre del corriente a las 22.30. Él me informó en una de sus charlas de vecinos que ese día llegaría a esa hora, de su trabajo, y que le pagarían bastante las extras o algo así. Pensé que el disparo pasaría inadvertido entre tanto cohete de festejo, que ustedes pensarían que en estas fechas anda cualquier loco suelto en la ciudad matando por matar. Además, hay alguien tan necio que mata en su propia vereda y entra a su casa a despedir el año lo más campante con una botella de vino en su mejor sillón? No, ¿no?

Pero  no murió el 31 de diciembre. Eran las 19.23 cuando el tipo se acercó por la vereda, como siempre. Esta vez no caminaba tan erguido y tenía una mano en el pecho. Muy cerca de mi reja quiso decirme algo, se ahogaba mi vecino. Con los ojos buscaba en el cielo y la mano libre se aferró a la reja. Los nudillos muy blancos en una mano tan roja. No dijo ninguna palabra cuando cayó, primero de rodillas. La cara blanca, muy blanca de mi vecino. Murió en mi vereda, solo.

Después entré a mi casa, y esa noche dormí sin soñar. Lo observé sin hacer nada, es cierto, tal como les dijo la chusma de la panadería, así es. Y ahí debe estar en casa el revólver, inmóvil, mudo.

Yo no lo maté. Yo lo hubiera matado.

De haber sabido que el café policial era tan malo, lo hubiese ayudado. Además, recién hoy es 31 de diciembre.

 

 

………………..

 

Muy bien Ferreira, si no tiene algo más para agregar  en su declaración, puede retirarse,  pero antes le quiero aclarar algunas cositas, para que no se confunda. Mire, yo soy comisario por vocación, de chiquito fui bastante botonazo. Con mis viejos primero, mandando en cana a alguna de mis hermanas cuando apretaban de más en el zaguán; después en la escuela con la maestra, permitiéndome informarla acerca de los sujetos que se copiaban o pretendían hacerlo, copia en grado de tentativa, me entiende. En el secundario, en la época de Perón me hice de la UES, participando este servidor en cuanto acto de buchoneo y posterior apaleamiento de los sospechados de zurditos se presentara al caso. En la facultad integré el brazo universitario de la derecha peronista, claro que ahí estábamos en desventaja y los zurdos siempre nos cagaban a palos.

Después, en privado, nosotros los cagábamos a tiros como acertadamente supondrá una mente tan brillante como la suya. Una vez recibido de abogado entré en las filas policiales como oficial, y ya ve, en pocos años he llegado a comisario, y en pocos más tal vez comande la fuerza. Claro que no bombardee la Plaza de Mayo como usted dice haberlo hecho, pero no se equivoque, conozco el principio de identidad aristotélico y la dialéctica marxista, porque al enemigo hay que reconocerlo, y le informo oficialmente que en ninguna obra de Shakespeare un personaje irrumpe diciendo el rey ha muerto.

Sin más que aclararle por el momento, bríndeme unos minutitos así convoco a los agentes, suboficiales, y oficiales de esta seccional. Queremos escuchar  cómo se escapaba de la prisión de Campo de Mayo, en la que injustamente padecía los abusos del dictador, para robar en varios almacenes del barrio Palomar a punta de pistola y uniformado. Cómo escapó definitivamente de las mazmorras  y solito con su avión, casi tira abajo la Casa de Gobierno, el Congreso y el Ministerio de Economía, todos juntos. Claro, no olvide contarnos cómo fue que en Uruguay se unió a la resistencia anticastrista, porque ésa no me quedó muy clara la última vez que hizo el honor de pisar esta dependencia federal.

Ahora que percibo que usted se ha indispuesto con este servidor, le ruego que regrese a su domicilio y agradezca a la virgen, antes de dormirse, que uno de sus antiguos compañeros integre el Comando Superior Conjunto, lo cual todavía evita que lo caguemos a trompadas, una vez por loco y dos veces por pelotudo. Y no crea que le guardo rencor, porque en el fondo me simpatiza, eh Ferreira.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Jo,Jo,Jooo (relato de Ricardo Murúa)

 

Unas de las formas de tener fortuna cuando se es joven: ser único heredero de un padre o marido millonario, asesinarlo sin  dejar pistas y, luego de los necesarios intercambios con el abogado, disfrutarla. Si se es varón, el método se encuentra en la película Pacto Siniestro de Hitchcock, basada en una premisa  simple: el autor material del crimen no debe tener ninguna relación que lo vincule con la víctima. Aunque pongan atención, hay que corregir un detalle, en la película el plan es casi exitoso, y con el casi no alcanza.

 Si se es mujer hay que inspirarse en Perdición de Billy Wilder. En este caso ella se sale con la suya. Deberá encontrar a un promotor de seguros que se enamore perdidamente, que asegure a su marido por una cuantiosa suma y que lo mate. Todo a cambio de prometerle una vida juntos en una playa lejana. El promotor terminará muerto y la mujer descansará en los brazos de un joven apuesto que diseñó con ella el plan.

 

 Me pregunto si los millonarios habrán contado alguna vez la totalidad de  su dinero. ¿Cómo contar billetes hasta llegar a un millón? ¿Cómo no perderse en el camino y recomenzar una y otra vez?, en la cifra trescientos noventa mil setecientos por ejemplo, o en la novecientos setenta mil trescientos.

 

Si uno no tiene un padre o un esposo con gran fortuna, conviene nacer de nuevo reencarnando en una situación menos dolorosa, reencarnación que es tan improbable como que un grano de arroz haga equilibrio en la punta de una aguja. De manera tal, los caminos directos hacia la buena vida se cierran.

 

 Nuestro personaje es hombre y mantiene a su padre; entonces, aguza su fantasía mientras contempla la fachada vidriada del banco encaramado en el sitio exacto que antes ocupó un   antiguo bar.

Cuando el cuello se le agarrota  por la inclinación de la mirada tan oblicuamente puesta hacia arriba, cuando el ánimo le decae al ver a los guardias armados, tan armados, ingresar con unas enormes bolsas llenas a la bestia amarilla  blindada que ahora se cierra y se aleja veloz y pesada por la avenida, entonces baja la cabeza.

Ahora camina. Escucha el sonido que uno de los zapatos produce  un instante antes de quedar suspendido en el aire, ñac. Sin noción de la hora entra en una oscura galería comercial para hacer la llamada cuyo mensaje, aún indefinido, sea el pasaporte hacia  cierta libertad provisoria, por un día. Llama al banco.

- ¿Qué te pasó Lupo, estás enfermo? –dice el jefe que es más joven y ha hecho carrera velozmente.

- No, no estoy enfermo.

- ¿Qué te pasó entonces? –dice el jefe, con el mismo tono que podría haber usado si los dos estuviesen pescando en un lago, y la única pieza tomada en el día se le hubiese escapado a Lupo de adentro del bote.

-Es que me quedé sin  plata para tomar el colectivo- dice el que dejó escapar el pescado gigante, cada vez más gigante en el humor del jefe.

-Vos me estás cargando, tomáte un taxi, te espera el jefe de los cajeros- dice el que se tiró al agua para sacar al ex pescado.

-No,  no te estoy cargando. No tengo plata.

-Dejá de bromear, por favor –dice el jefe casi tomando al pez por la cola.

-No estoy bromeando -dice el nuevo cajero que ahora aleja el bote del lugar donde flota resignado el jefe.

- ¿Y cuándo te parece que vas a tener plata para venir a trabajar eh?

-Espero que mañana.

 El jefe corta.

 Lupo, que aún no cortó, sabe que mañana es sábado y disfruta. Compra un paquete de cigarrillos baratos de esos que no tienen sabor, de esos que sólo tienen humo para largar por la boca con desazón, de esos que tienen colillas para arrojar bien lejos desde la catapulta que forman los dedos medio y pulgar de la mano derecha, y acertar en los charcos de las veredas.

A la misma hora, tres  hombres y seis mujeres están sentados alrededor de una mesa redonda. Cuentan dinero una vez y otra vez, cuentan los billetes del fajo y lo pasan al de la derecha que los cuenta nuevamente. Nadie puede contar tanto dinero ajeno sin alucinar, sin descomponerse, o volar-como lo hace Jonathan Pryce en Brazil de Terry Gillian- con una saca desde el vigésimo piso. Diariamente  acceden  cuatro hombres, seis mujeres, y tres guardias. El que falta es el que hizo la llamada desde la galería oscura y miró desde la vereda de enfrente hace un rato nomás. Él, que entorpeció la tarea de recuento de dinero que se hace por parejas; él, que ha contado tantos millones sin errores; él, que ahora se aleja pensando cómo seguir; él, que hoy fue ascendido a cajero.

 

 

El personaje de este relato se llama Lupo, ya lo han deducido leyendo el diálogo con el jefe. El nombre  es arbitrario y no hace a la trama, asi que no le presten atención, tal vez lo cambie cuando se me ocurra uno mejor.

Le diré a Lupo que esta noche vea El socio del silencio, protagonizada por Elliot Gould y Christopher Plummer.. En su caso es la única solución. Allí un Papá Noel - Plummer- merodea el banco que planea asaltar, en un centro comercial. Adoro cuando agitando la campanilla grita Feliz Navidad JO.JO JO. El sonido del JO JO JO es grave y es el prólogo perfecto para cometer cualquier acto de maldad.

Gould es cajero del banco, como Lupo. Anticipa la intención de Papa Noel y  espera el día del robo con un plan ingenioso. Imaginen la cara de Plummer cuando, luego del robo, informan que el monto asciende a, por lo menos, cinco veces lo que él acaba de acomodar sobre la mesita de vidrio.

 

 Estoy seguro de que Lupo entenderá el mensaje. Por eso, se reintegrará el lunes al banco, llegará unos veinte minutos antes para darle todas las disculpas posibles al jefe, muchas disculpas. No estaría de más inventar una excusa delirante, es sabido que la verdad nunca convence a nadie.

 Deberá esperar unos meses  y mirar atentamente. Un día llegará su Papa Noel diciendo Feliz Navidad, JO JO JO.  Lo demás corre por su cuenta.


Boletos (relato de Ricardo Murúa)


Boletos por favor; la frase lo saca del embotamiento producido por el ronroneo del colectivo que llegó atrasado; atrasado como va a llegar él a la cita con Lara, enojosa para toda la noche. Boletos por favor, gracias; se escucha cuando el chancho le sonríe al bebé que tiene en brazos la señora del segundo asiento del lado de la ventanilla.

En segundos, él piensa que la  gente sólo es amable con uno cuando uno es correcto, nada más, una especie de toma y daca interesado que brinda simpatía, sonrisas, y algún comentario amistoso a cambio de pagar impuestos, romperse el lomo muchas horas en el taller, no hablar mal de los curas ni del presidente y, en esta ocasión, principal y fundamentalmente tener el puto boleto que con certeza absoluta fue perdido en un momento desgraciado. Tan desgraciado como el chancho que ahora va por la cuarta fila de asientos, demorado por un viejo con cara de bueno que no encuentra el boleto. Y ojalá que no lo encuentre porque él no lo tiene aunque lo sacó y en unas cuadras más se baja.

Gracias abuelo, le dice el chancho al viejo; con qué derecho, como si ser viejo te haga automáticamente tener hijos, y a tus hijos, hijos, llegado el momento. Abuelo, como si fuese un título de nobleza; y qué tal si el viejo no es nada noble; qué tal si fue un torturador y la vejez, la sola cualidad de abuelo otorgada gratuitamente por el chancho lo librara de todos sus crímenes.

No tengo boleto, lo perdí, piensa él que va a decir cuando se ve a sí mismo desde el asiento en el que está sentado, levantarse, avanzar hacia el chancho y pegarle una trompada en la nariz, una trompada violenta, certera; la sangre chorrea y el chancho cae mientras alguien cuenta;  el bebé, el bebé cuenta uno, dos, tres, cuatro, siete, ocho, out, para luego levantarle la mano mientras el chofer lo alza en andas recorriendo el ring colectivo.

 Boletos, dice el chancho que no está en el piso, boletos  repite cerca de  su cara mientras el bebé de la señora del segundo asiento duerme, mientras Lara  mira la hora y empieza a enojarse, mientras el chofer se distrae

 Miró un segundo de más a la morocha que cruzó la calle, un segundo de más tardó  en pisar el freno. El Mercedes corta en dos la bicicleta de una niña.

Los circunstanciales contratos se disuelven: el chofer ya no maneja, el colectivo ya no avanza, el chancho ya no pide boletos, el nene llora, la niña ya no camina, él se baja, la morocha se aleja, y Lara ya no se enoja.

- Y a vos, ¿no te pasó nada?

 Ël encuentra el boleto en el bolsillo izquierdo del pantalón.

-. No, a mí no me pasó nada. 

El ocaso de Maradona (relato de Ricardo Murúa)


Ella tiene la mano de él entre sus manos, sobre el mantel amarillo que se cruza encima del mantel bordó, en el que reposa el cenicero con tres cigarrillos apagados, aplastados que despiden mal olor; pero ellos no se dan cuenta. Ella le habla de las bondades del departamento que visitó esa tarde con sus padres. Es luminoso, sé que te va a gustar; tiene dos ambientes y una cocina bastante amplia, eso es lo primero que mamá miró. El dormitorio no es ni grande ni chico, va a caber la cunita de la nena o nene. No lo saben porque decidieron ignorar los resultados de la ecografía que demuestra que van a tener una nena porque aquella noche no se cuidaron como es debido en la playa, en la carpa, en verano; y ahí están, con la fecha de casamiento encima. Y él que no se decide cuando ella le pregunta, qué te parece, lo hacemos en el club de bancarios de papá, él ya averiguó y creo que lo señó; qué te parece.

Dos gaseosas frías, una lima-limón y una tónica, por favor. Nada más la mano de ella se suelta para tomar la copa que él no levanta porque aún no la llenó, ocupado en algo que aparece sobre su cabeza, detrás de la cabeza de ella que le dice qué, tengo algo mal en el pelo, es que no tuve tiempo de ir a la peluquería, mamá reservó el turno pero nos atrasamos mirando las cortinas. Si tus papás van a venir para el casamiento se pueden quedar en la casa de mi hermana que tiene lugar, a vos qué te parece, es grande; papá ya arregló todo. Y el mozo que mira lo mismo que él mira, pero el mozo no mira por sobre la cabeza de ella porque está en un ángulo diferente al de él; por lo que ella no le pregunta al mozo, se lo pregunta por segunda vez a él; Sergio, qué tengo, qué tenés que mirás así.

El mozo deja la bandeja sobre el mostrador y agarra la servilleta con las dos manos; ella le toma otra vez la mano a él, pero él la abandona como el mozo a la bandeja, los dos en un estado especial de tensión. Sergio y el mozo, el mozo y Sergio no se miran, ambos miran ese objeto convocante  que Sandra no ve porque está de espaldas, la única ubicada  de espaldas al Philco del boliche de la esquina de la facultad. Ese artefacto en el que todos miramos cómo el 10 va a patear el penal. Te imaginás Sergio cuando empiece a dar pataditas. Todos miramos la pelota; estás hecha una pelota nena, me dijo el otro día la tía Susana. Amor, tomá la gaseosa que se entibia; en qué estás pensando que estás tan callado. Una pelota, a vos te parece.

El mozo se agarra la cabeza y lo mira a Sergio como pudo mirar a cualquiera. Sergio mira al mozo porque es el único mozo que lo mira. La pelota se fue muy lejos, por encima del travesaño, Sergio qué te pasa, decíme algo. Es el ocaso.Transcurren cinco segundos de silencio en el bar, en la ciudad.

Es el ocaso  Sandra, es el ocaso de Maradona.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Una pareja perfecta (Película recomendada)

Director: Nobuhiro Suwa

Guión: Nobuhiro Suwa

Origen: Francia, 2006

Título original: Un Couple Parfait

Luego de varios años de residir en el extranjero, Marie y Nicolás regresan a Francia para asistir al casamiento de unos amigos. Se encuentran al borde del divorcio. Contrariamente a sus expectativas este corto viaje les dará una nueva oportunidad para pensar en el futuro de su relación.

La noche de la iguana (película recomendada)

Director John Huston

Guión: John Huston y Anthony Veiller basado en la obra homónima de Tennessee Williams

Origen: EEUU 1963

En un remoto pueblo costero de México, un sacerdote episcopal que fue destituido de su cargo, lucha por reorganizar su desastrosa vida. Y tres mujeres-la poco sofisticada dueña de un hotel, una delicada artista, y una lujuriosa y obstinada adolescente- pueden  salvarlo o destruirlo. Con un excelente elenco encabezado por Richard Burton, Ava Gardner y Deborah Kerr, la dirección del legendario cineasta John Huston y un sensual guión basado en la obra de teatro de Tennessee Williams. Ganadora de un Premio de la Academia y nominada a tres más, la película explora la oscura noche del alma de un hombre e ilumina las diferencias entre los sueños y la agridulce entrega a la realidad.

Otras películas  basadas en obras de Tennessee Williams, también recomendadas: Un tranvía llamado deseo  (Elia Kazan-1951) y El gato sobre el tejado de zinc caliente ( Elia Kazan-1955)