martes, 22 de diciembre de 2009


Los Alimentos Terrestres (Fragmento)
André Gide

" Yo viví en la dulce y perpetua espera del azar. Comprendí que la sed de disfrutar que nace en cada momento de voluptuosidad, se anticipa al gozo, de la misma manera como existen respuestas listas para cualquier pregunta. Fui feliz cuando las fuentes de agua me revelaron que tenía sed, y cuando estando en pleno desierto (donde la sed no se puede saciar), preferí, a pesar de todo, la fuerza febril que me inspiraba el furor del sol. Ciertas noches hallé oasis maravillosos que el deseo acumulado durante todo el día hacían más frescos aún. En la extensión de arena golpeada por el sol y como adormecida por un gran sueño - el calor era tal que vibraba en el aire - sentí el pulso de la vida, una vida que no podía dormir, que se desvanecía de tanto temblar en el horizonte, y que estaba henchida de amor a mis pies. Lo único que buscaba día a día, minuto a minuto, era hallar la manera más pura de penetrar la naturaleza.
Había recibido un don, preciado, el de no poner mayor freno a mi ser. Recordar el pasado influyó en mí sólo para dar unidad a mi vida: era como el hilo de Teseo que lo unía a su antiguo amor pero que no le impedía atravesar los paisajes más desconocidos, aunque al final, el hilo terminara por romperse. Qué increíbles involuciones! Por las mañanas, yo saboreaba en mis caminatas la presencia de una nueva existencia, el nacimiento de mi percepción. "Oh! poeta, exclamaba, tú tienes la facultad del descubrimiento perpetuo". Estaba totalmente receptivo. Mi alma era un albergue acogedor en el cruce de los caminos y recibía todo lo que se dejara captar. Me dejé buenamente convertir en un ser dócil, capaz de escuchar, al punto de no pensar en lo absoluto en mí mismo, de comprender todas las emociones que se presentaban delante de mí. Logré aplacar todo impulso de reacción hasta ya no considerar nada como algo malo y no tener que protestar por una nimiedad. Me di pronto cuenta además, que en mi apreciación de lo bello había también espacio para la fealdad.
"

domingo, 20 de diciembre de 2009

Las Islas


LAS ISLAS

Jean Grenier

PREFACIO DE ALBERT CAMUS

Tenía veinte años cuando –en Argelia- leí este libro por primera vez. La sacudida que recibí, la influencia que ejerció sobre mí y sobre muchos de mis amigos, sólo puedo compararla al shock provocado a una generación entera por “Los Alimentos Terrestres”. Pero la revelación que nos aportaba las islas era de otro orden. Armonizaba con nosotros, mientras que la exaltación giddeana nos dejaba a la vez admirados y perplejos. En efecto, no teníamos necesidad de que nos desembarazaramos de las vendas de la moral, ni de contar los frutos de la tierra. Estaban suspendidos ante nosotros, en la luz. Bastaba con morderlos.

Para algunos de nosotros, con seguridad, existían la miseria y el sufrimiento. Pero los negábamos con toda la fuerza de nuestra sangre joven. La verdad del mundo residía en su belleza única y en las alegrías que deparaba. Así vivíamos en la sensación, en la superficie del mundo, entre colores, ondas, el olor bueno de la tierra. Por esto “Los Alimentos” llegaban demasiado tarde con su invitación a la felicidad, y con su insolencia. Teníamos necesidad, por el contrario, de apartarnos un poco de nuestra avidez, arrancarnos por fin a nuestra barbarie feliz. Entendámonos, si algún predicador sombrío se hubiera paseado por nuestras playas lanzando anatemas sobre el mundo y los seres que nos encantaban, nuestra reacción hubiera sido violenta, o sarcástica. Necesitábamos maestros más sutiles, y que un hombre, por ejemplo, nacido en otras orillas, enamorado también de la luz y el esplendor de los cuerpos, viniera a decirnos en un lenguaje inimitable que esas apariencias eran hermosas pero debían perecer, y por eso era necesario amarlas desesperadamente. Inmediatamente, ese tema enorme de todas las edades se puso a resonar en nosotros como una turbadora novedad. El mar, la luz, los rostros, de los que nos separaba de pronto una barrera invisible, se alejaron de nosotros sin dejar de fascinarnos. Las Islas, en suma, acababan de iniciarnos en el desencantamiento; habíamos descubierto la cultura.

Este libro, en efecto, sin negar la realidad sensible que era nuestro reino, la enriquecía con otra realidad que explicaba nuestras jóvenes inquietudes.

Grenier nos explicaba al mismo tiempo el sabor imperecedero y la fugacidad de los transportes, los instantes del SI que habíamos vivido oscuramente y que han inspirado algunas de las más bellas páginas de Las Islas.

Al mismo tiempo comprendimos nuestras súbitas melancolías. Aquel que, entre una tierra ingrata y un cielo sombrío, se afana duramente, puede soñar con otra tierra donde el cielo y el pan son livianos. Confía. Pero aquellos a quienes la luz y la colinas colman a toda hora, esos no confían. Sólo pueden soñar con un algo imaginario. Así los hombres del Norte huyen a las orillas del Mediterráneo, o a los desiertos de la luz. Pero, adónde huirían los hombres de la luz, más que a lo invisible? El viaje descritoi por Grenier es un viaje a lo imaginario y lo invisible. Una búsqueda de isla en isla, como la que Melville por otros medios ilustra en Martes. El animal goza y muere, el hombre se maravilla y muere, ¿dónde está la meta? Este es el interrogante que resuena en todo el libro. Y no recibe, en verdad, más que una respuesta indirecta. Grenier, como Melville, termina su viaje con una meditación sobre lo absoluto y la divinidad. A propósito de los Hindúes, nos habla de una meta que no se puede nombrar ni localizar, otra isla, pero lejana por siempre y a su modo desierta.

También esto, para un joven formado fuera de las religiones tradicionales, este acercamiento prudente, alusivo, era quizá la única manera de orientarlo hacia una reflexión más profunda. Personalmente, no me faltaban dioses: el sol, la noche, el mar…Pero son dioses de goce; llenan, por lo tanto vacían. En su única compañía, los hubiera olvidado por el goce mismo. Necesitaba que me recordaran el misterio y lo sagrado, lo finito del hombre, el amor imposible, para que pudiera volver algún día a mis dioses naturales con menos arrogancia. De este modo, no le debo a Grenier certidumbres que no podía ni quería darme. Le debo por el contrario una duda que no terminará nunca, y que me ha impedido, por ejemplo, ser un humanista en el sentido en que hoy se lo entiende, quiero decir un hombre cegado por cortas certidumbres. Desde el primer día he querido imitar ese temblor que corre en Las Islas.

“Soñé mucho en llegar solo a una ciudad extranjera, solo y desprovisto de todo. Hubiera vivido con humildad, miserablemente. Ante todo, hubiera guardado el secreto” Esta es la clase de música que me embriagaba cuando me la repetía, caminando en las noches de Argelia. Me parecía entrar en una tierra nueva, que me había sido abierto por fin uno de esos jardines clausurados por altos muros que a menudo bordeaba, de los que no alcanzaba más que un perfume de invisibles caprifoliáceas, y con los que soñaba mi pobreza. No me equivocaba. En efecto, se me abría un jardín de incomparable riqueza; acababa de descubrir el arte. Algo, alguien, se agitaba oscuramente dentro de mí, u quería hablar. Una simple lectura, una conversación, puede provocar en un ser joven este nuevo nacimiento. Una frase se destaca del libro abierto, una palabra resuena todavía en la habitación, y de pronto, en torno de la palabra justa, de la nota exacta, las contradicciones se ordenan, cesa el desorden. Al mismo tiempo, y ya, en respuesta a ese lenguaje perfecto, un canto tímido y más bien torpe se eleva en la oscuridad del ser.

Por la época en que descubrí Las Islas, creo, quería escribir. Pero sólo me decidí a hacerlo después de esta lectura. Otros libros contribuyeron a esta decisión. Terminado su papel, los he olvidado. Este, por el contrario, no ha dejado de vivir en mí desde hace más de veinte años. Aún hoy me ocurre que escribo o digo como si fueran mías, frases de Las Islas, o de otros libros de su autor. Eso no me desalienta. Sólo admiro mi suerte –yo que más que nadie necesitaba inclinarme, encontrar un maestro en el momento preciso- de hacer podido continuar amándolo y admirándolo a través de los años y las obras.

Es una suerte en efecto, conocer esta sumisión entusiasta por lo menos una vez en la vida. Entre las verdades a medias que encantan a nuestra sociedad intelectual, figura aquella, excitante, de que cada conciencia quiere la muerte de la obra. Henos de pronto todos maestros y esclavos consagrados a matarnos entre nosotros. Pero la palabra maestro tiene otro sentido que sólo la opone a discípulo en una relación de respeto y gratitud. No se trata ya, entonces, de una lucha entre conciencias, sino de un diálogo que una vez que comienza ya no se extingue, y que colma algunas vidas. Esta larga confrontación no apareja servidumbre ni obediencia, sino imitación, en el sentido espiritual del término. Al final el maestro se alegra cuando el discípulo lo abandona y cumple su diferencia, mientras que éste mantendrá siempre la nostalgia del tiempo en que lo recibía todo, sabiendo que nunca podrá retribuir nada. Así el espíritu engrenda al espíritu, a lo largo de las generaciones, y felizmente la historia de los hombres se construye sobre la admiración tanto como sobre el odio.

Pero he aquí un tono que no adoptaría Grenier. Prefiere hablarnos de la muerte de un gato, de la enfermedad de un carnicero, del perfume de las flores, del tiempo que pasa. Nada es realmente dicho en su libro. Todo está sugerido con una fuerza y una delicadeza incomparables. Ese idioma ligero, a la vez concreto y soñador, tiene la fluidez de la música. Fluye, rápido, pero sus ecos se prolongan. Si se gusta de las comparaciones habría que hablar de Chateaubriand y de Barrés, que han extraído del francés nuevos acentos. Para qué, por otra parte! La originalidad de Grenier supera las comparaciones. Nos habla solamente de experiencias sencillas y familiares, en un idioma sin aderezo aparente. Nos permite traducir, cada uno según su conveniencia. Solamente en estas condiciones el arte es un regalo que no compromete. Yo, que tanto recibí de este libro, conozco la magnitud de ese regalo, reconozco mi deuda. Las grandes revelaciones que un hombre recibe en su vida son pocas, a lo sumo una o dos. Pero transforman, como la muerte. Al ser apasionado de vivir y conocer, este libro ofrece, volviendo sus páginas, una revelación de este tipo. A Los Alimentos Terrestres le llevó veinte años un público que trastornar. Ya es tiempo de que nuevos lectores lleguen a este libro. Querría estar aún entre ellos, querría volver a esa noche en que, luego de abrir este librito en la calle, lo cerré después de leer las primeras líneas, lo apreté contra mí, y corrí hasta mi habitación para devorarlo por fin sin testigos. Y envidio, sin amargura, envidio con calor –me atrevo a decirlo- al joven desconocido que hoy aborda Las Islas por primera vez…

Albert Camus

miércoles, 10 de junio de 2009

Hay mucha incertidumbre (relato de Ricardo Murúa)


Hay mucha incertidumbre, dice al volante de una camioneta full, limited, cuatro por cuatro, tapizados de cuero, stereo con mp3, aire acondicionado, llantas de aleación, doble air bag, y otra serie de detalles que la hacen tan cara como ostentosa e inútil, por lo menos para trabajar. Hay mucha incertidumbre, repite bronceado, y es cierto porque las bolsas del mundo han caído inesperadamente, como suelen hacerlo las bolsas para los incautos, y hay cesanteados y despedidos en las grandes automotrices del mundo, en Detroit, en Brasil y aquí a pocos cientos de kilómetros. Tiene razón en su afirmación y se aleja poniendo primera mientras contesta el celular, y dice, y cree, que él es el anticristo porque basta que encare un negocio para que el mundo se caiga encima de todos, poderosos y débiles que no escapan a las consecuencias de su emprendimiento que consiste en un local que parece la pantalla de la nada.

Éste es mi refugio, mi terapia, explica sentado en su escritorio negro en el que un globo terráqueo sirve para que un vecino entre y en tono burlón le pregunte si vende terrenos también en África,  es realmente graciosa la ocurrencia. Para escapar de la humorada corre hasta el bar contiguo y pide  tres cafés a cuenta de la casa, o sea a cuenta de la dueña del bar, y nos convida cigarrillos mientras intenta escribir unos carteles en la computadora, recién comprada, pantalla LCD de 19 pulgadas, impresora multifunción, toda en color negro, muy elegante ciertamente.

El local tiene un cartel que dice Inmobiliaria Grupo Desain, y afiches muy bonitos en los que una familia tipo, esto es la parejita con un varoncito y una niñita, miran una casa recién terminada sobre una pradera que deberán pagar hasta en 120 mensualidades, siempre y cuando el señor no sea obrero de Detroit, de Brasil, o de aquí cerca nomás.

Hay mucha incertidumbre no vende esas casas, tampoco las alquila, ni vende o alquila lotes o galpones, en realidad nada que sea un inmueble está a la venta en esta pantalla de la nada. Perdón, sí hay algo en venta: su casa, y dos terrenos que hace poco usurpó, alambre y postes mediante. Pero quién compraría tales problemas al triple de su valor?

La computadora tiene la única función de servir de pasa música; él no sabe hacer otra cosa que tocar el botoncito eject, colocar el cd, tocar el mismo botoncito y tararear. También sabe mover el volumen de los parlantes, a izquierda o a derecha.

En los días previos a instalar su refugio terapia me atreví a insinuarle que dedicara sus esfuerzos a otro tipo de emprendimiento, que comprara una camionada de leña y la revendiera ni bien llegado el invierno, ya que no requería preparación especial y los clientes comprarían madera aunque él tuviese nulos conocimientos de fotosíntesis o de viverismo, caso bien diferente a los potenciales compradores o vendedores, locadores o locatarios de inmuebles que se retraen en sus demandas al percibir que el vendedor no conoce el significado de la palabra inmueble y que en su cara se manifiestan evidencias de pretender a toda costa apropiarse del dinero ajeno sin contraprestación alguna.

Mi advertencia amistosa fue criticada en mi entorno familiar: para qué te metés. Con franqueza, lo hice para salvar mi conciencia y poder esgrimir una defensa ante eventuales reproches de Hay mucha incertidumbre por no haberlo aconsejado en su oportunidad y evitar así  la debacle que se avecinó. Todo lo que puede fallar…

 

 

Debo unas cuantas facturas por los servicios de agua y energía eléctrica, nos cuenta convidando Marlboro; está amenazado de corte de servicio, y con dos niños pequeños y mujer no puede, porque si fuese por él viviría libre como un gorrión.

Los días en las sierras pueden ser aburridos, bucólicos, para decirlo de manera literaria, es entonces que la noticia de que posee unas acciones, de la cooperativa de servicios públicos, que pertenecían a la abuela y suman unos 800 pesos, según sus cálculos, y de que pretende pagar sus deudas de unos 600 con esos papeles, y de que con los 200 restantes cubrirá las deudas en la estación de servicio, para ir tirando, quiebra la monotonía, pone color en la tarde de otoño.

Cómo es que te pertenecen esas acciones?, es la pregunta que cae como fruto maduro sobre un colchón de hierba, rebota suavemente y nos alegra una vez más. Aquí tengo un papel  hecho en la escribanía en el que mis primos y mis tíos me donan las acciones. Según él, la escribanía es el lugar en el que se puede convalidar la cuadratura del círculo con sólo una declaración registrada prolijamente como hacen los escribanos en sus protocolos. Las escrituras, después de todo, ¿no son la palabra de Dios? Las conversaciones con él, no con Dios, suelen abrir al interlocutor atento toda clase de ingeniosas asociaciones.

Días después se produce una irrupción, ésta es la palabra que da significado a sus visitas; indignado nos muestra una carta con la respuesta a su petición de acreditar las acciones de la abuela a sus deudas y de recibir el saldo en moneda corriente, contante y sonante.

 

Sra. Socia

Llavar, María del Carmen

s/d

De nuestra consideración:

A través de la presente le comunicamos que por Resolución 223 del consejo de administración de fecha 11 de marzo de 2000, se fijó una cuota societaria mensual, para los socios no usuarios de servicios de $13.40 más impuestos.

Por tal motivo su cuenta registra una deuda a la fecha. Razón por la cual la invitamos a concurrir a las oficinas de la cooperativa en el horario de atención al público, dentro de los próximos 15 días, a regularizar su situación.

La falta de respuesta a la presente dará lugar a la cancelación de su inscripción como socio y a debitar lo adeudado de sus acciones que pudieran corresponderle como tal.

Sin otro particular saludamos atentamente.

Consejo de administración.

 

 

Es difícil leer la carta frente a su indignación, difícil no estallar en una carcajada. La respuesta de la cooperativa supera todas las expectativas, lo supera; es el absurdo en su estado puro teniendo en cuenta que la abuela falleció en 1984, hace casi 24 años

Cuándo falleció? Lo difícil se torna imposible. Ya te dije, en 1984.

Y a reír, no sabemos si nuestra risa lo contagia o alcanza a comprender la sinrazón de las relaciones entre él y la Cooperativa de Servicios Públicos La Rancherita Limitada.

Pide que hagamos una carta para presentar a la comisión, una carta amenazante con la promesa de acciones legales al infinito, con todas las reservas de derecho que hagan al caso, con las eventuales indemnizaciones por el lucro cesante y el daño moral derivado de la resolución 223, que pudo ser redactada por un humorista o por un estúpido burócrata, que en el fondo son la misma cosa.

Puestos en el compromiso de escribir, nuestra imaginación desbordada necesita hacer un esfuerzo para ser contenida, está desbocada. Cuando creemos que se mantiene dentro de un corral seguro, escapa sin poder evitarlo: y si le ponemos en la nota que pasen a cobrar la deuda por su domicilio, que los espera pronto.

Dura unos segundos su intención de ofenderse porque no comprendemos la gravedad del corte de luz y de agua, prende un Marlboro y estalla en una risa. Cara colorada, lágrimas que saltan de sus ojos, manos en la panza, uy, uy, uy, me descompongo, me descompongo, qué cerdos, dale escribí eso y les llevo la nota, por favor, mañana paso a buscarla, por favor.

Sabemos que mañana no vendrá, recibirá a unos interesados en comprar 400 lotes a la orilla del Río Anizacate, una enorme comisión desplazará su visita, la nota, el corte de agua y energía; desplazará sus extrañas acciones hacia otro

oscuro objeto que se iluminará en su imaginación.

 

 

2

 

Han transcurrido cuatro meses desde que empezó el invierno, ya no hace frío, ya no es negocio comprar una camionada de leña para revender, así como tampoco es negocio pasar cuatro horas a la mañana y otras tantas a partir de las cinco de la tarde en un local que no produce dinero. Es verdad que las terapias en las grandes ciudades son costosas. La que lleva a cabo Hay mucha incertidumbre es más costosa si tenemos en cuenta que no produce cambios en su conducta. Tal como afirma el Reverendo Shannon, personaje de La Noche de la Iguana, los seres humanos nos movemos en dos planos, la fantasía y la realidad; el problema es cuando ambos planos se hacen uno, como es el caso de nuestro vecino. Hace unas noches vino a nuestra casa luego de su terapia y nos hizo una consulta que hizo a mi mujer estallar de risa. Hay mucha incertidumbre primero se puso serio a punto de ofenderse, pero luego dentro de su psiquis la realidad le pegó un codazo a la fantasía por unos segundos y también estalló en carcajadas. ¿Qué les parece si vendo el fondo de comercio de mi negocio? Los tres nos reímos durante largos minutos en los que le preguntábamos si eso incluía la computadora y los muebles. Él, sin dejar de reír nos dijo que el que comprara el fondo de comercio debía hacerse cargo de los sueldos de la empleada que estaba a punto de contratar.

Entiendo por qué lo recibimos en medio del transcurso de apacibles siestas, por qué dejamos enfriar la comida en los platos para escucharlo y postergamos nuestras salidas al pueblo para comprar comestibles a riesgo de que los negocios cierren.

Hace tres semanas, en una noche en que la fantasía golpeó a la realidad por la espalda y la desmayó, Hay mucha incertidumbre nos hizo una nueva consulta. El dueño del local en el que funcionaba su terapéutica inmobiliaria, le propuso darle un camión con caja volcadora a cambio de su camioneta, más 10000 pesos. El Dodge tenía no sólo mecánica impecable de Mercedez Benz sino que  también venía con trabajo en una cantera de áridos de las que abundan en la zona. Antes que nada, dijo, es mejor que haga fletes con el camión mientras la empleada me atiende el negocio. Esa noche mi mujer no percibió que la realidad estaba fuera de juego y soltó: No caigas tan bajo, cómo vas a trabajar? Debí acompañarlo hasta la puerta para calmar su indignación con comentarios tales como, lo del camión es buen negocio, cuánto pagan por viaje?, hasta podrías poner un chofer. Este último dicho iluminó su cara y alejó su enojo. Claro, voy a poner un chofer. Cuando entré, mi mujer dijo que jamás haría lo del camión y que si lo hacía era capaz de poner un chofer. Otra vez las risas.

Hay mucha incertidumbre regresó anoche, entró en uno de sus naturales estados de euforia maníaca y, luego de criticar duramente a los dirigentes mundiales y nacionales, a los curas y a los rabinos, dar sermones sobre justicia y solidaridad, esfuerzo y sacrificio, nos narró su propuesta al dueño del refugio que ocupa, y digo ocupa porque pagó sólo un mes de alquiler. ¿Cuánto me das si me voy?

Lo fantástico, con el permiso del reverendo Shannon, es que el dueño del local le respondió que le diera un par de días para hacerle una oferta.

El local fue devuelto, devueltos los carteles a los dueños de la ciudad, una tarde sacó sus cosas, devolvió la llave y cerró para siempre su refugio, su guarida, canceló su terapia.

 

Digresión:

(Las enseñanzas de Buda han tenido sus manifestaciones en todos los lugares en los que se propagaron, así, hay budismo japonés, chino, e indio, entre otros. Una tarde iluminada no tuve mejor idea que hablarle del Karma a Hay mucha. Él fundó una nueva corriente de budismo que consiste en reírse de los males ajenos diciendo: que se joda, eso es por las malas acciones que hizo. El budismo jodete. Una tarde se presentó en el hospital en el que se hallaba internado un vecino a causa de una neumonía contraída en largas jornadas de cabalgar con frío, lluvia, y viento arreando ganado ajeno en una estancia, durante horas y horas desde el mediodía. El mismo vecino que a la mañana, desde temprano, prestaba servicios en la comuna y los sábados y domingos alambraba o cortaba el pasto para mantener a su familia. Hay mucha incertidumbre se acercó a su cama y le susurró: viste lo que te pasa por hacer mal karma? Acordate lo que te digo, dejá de hacer puterío o te vas a morir.)

 

 3

 

 Si no me dan aumento de sueldo no les devuelvo las herramientas. Sí, Hay mucha incertidumbre trabajó unos meses en la cooperativa a la que le reclama el cobro de las acciones de la abuela, a pesar de que sus conocimientos de electricidad se reducían a enroscar una bombita y a presionar el interruptor de un velador. Nuestro país es muy generoso, por eso andaba de aquí para allá recorriendo la villa con una vieja Chevrolet, una hermosa escalera de aluminio, una linterna poderosa y otras herramientas básicas de un buen electricista. De todas ellas decidió apropiarse el día que dejó a la villa sin luz, tal vez accidentalmente y sin remedio, a la espera de la satisfacción de su reclamo de ver su sueldo triplicado y reducido su horario a la mitad.

Si Hay mucha incertidumbre fuese un náufrago, sería un peque: niño naúfrago de entre seis y diez años. Los mayores de 10 años intentan organizar la vida del numeroso grupo, organizan la construcción de chozas, la recolección de agua en cocos partidos, el almacenamiento de frutos comestibles, establecen normas de conducta, y fundamentalmente, mantienen una hoguera encendida en un peñasco a fin de atraer la atención de algún barco o avión. Para eso necesitan la colaboración de todos. Claro que los menores, los peques, se abocan a las tareas durante un lapso breve hasta que se dispersan en juegos interminables en la playa y retozan entre las olas, juegos que se interrumpen cuando tienen hambre, miedo a la oscuridad, o dolor de estómago. Para esos momentos están los mayores. Una vez los peques dejaron apagar la hoguera a causa de los juegos mientras un barco pasaba frente a la isla, para alejarse silenciosamente. Ese día los mayores lloraron abrazados de impotencia y rabia, pero no golpearon a los peques. Hay mucha nunca leerá "El señor de las moscas".

Los mayores no denunciaron el secuestro de herramientas, le concedieron un aumento de sueldo, y nuestro peque fortalecido renunció al poco tiempo porque sí.

En otras de sus visitas, ahora pienso que él convertía en fantástica cualquier noche trivial, nos preguntó si éramos comunistas. Nos quedamos en silencio asombrados hasta que prosiguió. Yo a veces creo que soy comunista, las injusticias del mundo me revuelven el estómago, a ustedes no les pasa?

Sobre la mesa había un libro de Richard Ford, “La última oportunidad”. Lo tomó con interés, se lo ofrecí sabiendo que lo rechazaría. Esto es lo que me pasa a mí, es mi última oportunidad.

Él y sus hermanos habían vendido la casa materna en el centro de la ciudad. Se repartieron 120.000 dólares entre los tres de manera extraña ya que a él, luego de deducirle 14.000 que debía a la familia, le quedaron 30.000 y la gran camioneta por valor de 20.000. Hay mucha intentó explicarme una vez, la distribución, sin pedido de mi parte. Sólo me quedó claro que el martillero era el padrino de su hijo y el promotor de la instalación de aquella inútil y terapéutica inmobiliaria.

 

4

 Hay mucha incertidumbre tiene periódicas crisis con su mujer, coincidentes con sus crisis financieras que son permanentes, lo cual no obstaculiza que hace poco haya tenido un nuevo hijo. Cierta vez, en medio de una crisis lloró en nuestra presencia porque quería separarse y le daba lástima hacerlo. No quedaba claro cuál era el motivo de la lástima. Tratamos durante una hora de convencerlo de que debía encontrar la manera de ser feliz, que si esa relación no le hacía bien debía finalizarla por el bien de sus hijos, de su esposa y de él mismo. Cierto, nos dijo, mis padres se llevaban tan mal, se odiaban tanto, que hubiese sido preferible que se separaran, pero en aquella época no se hacía. Hasta ahí íbamos bien, a pesar de nuestro cansancio y aburrimiento, porque ésta era la tercera crisis financiero-matrimonial en un mes.

Y si la llevo a terapia?, nos preguntó. No entiendo cómo hacen los terapeutas para no agredir a sus clientes cuando escuchan pasajes inolvidables. Entiendo, sí, la razón de lo abultado de sus honorarios, y no me digan que es para comprometer a los pacientes con la cura, es para resarcir tanto daño psíquico, y los justifico.

La superioridad que él sentía en relación a su mujer, su infinita competencia para comprender, no sólo sus problemas sino también los de ella, se justificaba en la terapia que él había realizado en una oportunidad. Sí, una oportunidad, una sola vez que consistió en concurrir a un taller de autoconocimiento al que cada asistente llevó alguna cosa rica para compartir luego de narrar sus experiencias al grupo integrado por hombres y mujeres. Mujeres entre las que Hay mucha incertidumbre no perdió la oportunidad de halagar y seducir a una señorita entrada en kilos, una gordita según él, que vio levantada su autoestima en la cabina de la vieja Chevrolet que se bamboleó debajo de una arboleda durante unos minutos. Ese fue, entre sonrisas, el relato de su recordado tratamiento al que pretendía arrastrar a su mujer. Hay que hacer análisis, no hay caso, repetía convencido. En última instancia, si de salvar su matrimonio se trataba, no se resistiría a una terapia de pareja, y él solito se convencía: así se da cuenta de lo que tiene que agradecerme.

Cuando lo empezaba a dominar el sueño, luego de esas sesiones que progresivamente aumentaban mi sinceridad, mi bestialidad decía mi mujer, se retiraba. Una de aquéllas quedó grabada en nuestra memoria. Nos pidió una película para esa noche de crisis. Nuestros refugios en medio de las sierras, rodeados de amigos como Hay mucha, eran la lectura y el cine; nuestra videoteca era considerable. Le ofrecí algunos títulos para distraerse: policiales, de suspenso, en particular "Psicosis". Nos sorprendió una vez más. Quiero algo para ver con ella y reflexionar. Yo pensé inmediatamente en "Saraband" de Bergman pero me pareció desproporcionado. Reflexionar sobre qué, le preguntó mi mujer. Algo, no sé, algo que ella vea para que cambie.

Estuve a punto de darle "Nosferatu, el vampiro", pero se llevó el mediocre novelón "El amor en los tiempos del cólera". Y le gustó.

Cierta vez, Hay mucha incertidumbre encontró un parecido extraordinario entre un vecino y la pequeña hija de otro vecino. La infamia es un almohadón de plumas despanzurrado al viento. La voces rebotaron en las casas en pleno invierno y las consecuencias no se hicieron esperar. Una vecina fue secuestrada con el propósito de robo, la casa de otro sufrió la rotura, a mazazos, de una de sus paredes, un enorme dogo blanco fue ahorcado, como en "Doce monos", una lancha robada se estacionó en los fondos del terreno de otro vecino desprevenido que fue a parar a la comisaría, alguien murió y todo mostraron los dientes, como en "Dogville".

 

 5

 

 Nuestra vieja camioneta Ford modelo 66 es ahora el trofeo que falta en su vitrina de sueños. Me dan 28 mil pesos, su chata y les doy la Ranger; mejor negocio imposible. Por supuesto descontamos la deuda de patente que nunca se pagó y todas las infracciones y multas que correspondan. No hay problema dice, seguro de que uno desembolsará el dinero y se lucirá feliz en el nuevo problema.

Decepcionado ante el cierre de esta última puerta, dilapidado el dinero de la venta de un departamento, de la parte de la casa de la madre, del fruto de la venta de un auto que heredó de su padre, separado del trabajo en la comuna y del de la cooperativa por propia decisión, dice, en tono de reproche: nadie piensa en la solidaridad.

Una frase final nos dejó meditando: para comer siempre habrá.

Todavía anda por el pueblo con su camioneta, diciendo a quien lo quiera oír que hay mucha incertidumbre, que lo peor no llegó, que todo está muerto, y que en cualquier momento vende todo y cambia de vida, bien lejos de todos.

Brasil no es un  mal lugar.

 

 

lunes, 18 de mayo de 2009

Un día de trabajo (relato de Truman Capote)


 

Escenario: Una lluviosa mañana de abril de 1979. Camino por la Segunda Avenida de la ciudad de Nueva York, cargado con un capacho de hule para la compra lleno de artículos de limpieza que pertenecen a Mary Sánchez, quien va a mi lado tratando de mantener un paraguas por encima de los dos, lo que no es difícil, pues es mucho más alta que yo: mide seis pies.

Mary Sánchez es una asistenta que trabaja por horas, a cinco dólares la hora, seis días a la semana. Trabaja aproximadamente nueve horas al día, y visita una media de veinticuatro domicilios distintos entre lunes y viernes; por lo general, sus clientes sólo requieren sus servicios una vez a la semana.

Mary tiene cincuenta y siete años, nació en un pequeño pueblo de Carolina del Sur y ha «vivido en el Norte» durante los últimos cuarenta años. Su marido, puertorriqueño, murió el verano pasado. Tiene una hija casada que vive en San Diego y tres hijos, uno de los cuales es dentista, otro que está cumpliendo una condena de diez años por robo a mano armada, y un tercero que «sencillamente se ha ido, Dios sabe a dónde. Me llamó la pasada Navidad, parecía muy lejos. Le pregunté: ¿dónde estás, Pete?, pero no me contestó, de modo que le dije que su papá había muerto, y él contestó que bueno, que era el mejor regalo de Navidad que podía hacerle, así que colgué el teléfono de golpe y espero que no vuelva a llamar nunca. Escupir de esa manera en la tumba de papá. Bueno, es cierto que Pedro no fue bueno con los chicos. Ni conmigo. No hacía más que emborracharse y jugar a los dados. Se iba con mujeres malas. Lo encontraron muerto en un banco del Central Park. Tenía una botella casi vacía de Jack Daniels en una bolsa de papel sujeta entre las piernas; aquel hombre sólo bebía lo mejor. Con todo, Pete se pasó al decir que se alegraba de la muerte de su padre. Le debía el don de la vida, ¿no es cierto? Y yo también le debía algo a Pedro. Si no hubiera sido por él, seguiría siendo una baptista ignorante, perdida para el Señor. Pero cuando me casé, lo hice por la iglesia católica, y la iglesia católica llevó un resplandor a mi vida que nunca ha desaparecido ni lo hará jamás, ni siquiera cuando yo muera. Crié a mis hijos en la fe; dos me salieron bien buenos, y de ello doy más crédito a la iglesia que a mí misma».

Mary Sánchez es fuerte, pero tiene una cara redonda, pálida y suave, con una nariz algo respingona y un bonito lunar en la mejilla izquierda. No le gusta el término «negro», aplicado en forma racial. «Yo no soy negra. Soy castaña. Una mujer de color castaño claro. Y le diré algo más. No conozco a mucha otra gente de color que les guste que les llamen negros. Quizás a algunos jóvenes. Y a esos radicales. Pero no a gente de mi edad, ni aun a los que tienen la mitad de mis años. Ni a la gente que son negros de verdad les gusta. ¿Qué tienen de malo los negros? Yo soy negra y católica, y estoy orgullosa de afirmarlo.»

Conozco a Mary Sánchez desde 1968, y ha trabajado periódicamente para mí durante todos estos años. Es concienzuda, y se toma un interés más que circunstancial por sus clientes, a bastantes de los cuales apenas ha visto o no conoce en absoluto, porque muchos de ellos son trabajadores solteros y mujeres que no están en casa cuando ella va a limpiarles el piso; se comunica con ellos, y ellos con ella, por medio de notas: «Mary, por favor, riegue los geranios y dé de comer al gato Espero que se encuentre bien. Gloria Scotto.»

Una vez le sugerí que me gustaría seguirla durante el transcurso de un día de trabajo, y ella dijo que de acuerdo, que no veía nada malo en ello y que, en realidad, disfrutaría de mi compañía: «A veces, éste puede ser un trabajo bastante solitario.»

Y por eso es por lo que caminamos juntos en esta mañana de abril pasada por agua.

TC: ¿Qué demonios lleva usted en este capacho?

Mary: Vamos, démelo. No quiero que maldiga.

TC: No. Lo siento. Pero pesa.

Mary: Quizá sea la plancha.

TC: ¿Plancha usted la ropa? Nunca plancha la mía.

Mary: Es que alguna de esa gente no tiene utensilios Por eso tengo que cargar con tantas cosas. Yo les dejo notas: compre esto, compre lo otro. Pero se olvidan. Es como si toda mi gente estuviera absorta en sus problemas. Como ese míster Trask, a cuya casa vamos. Lo tengo desde hace siete u ocho meses, y aún no lo conozco. Pero bebe demasiado, su mujer lo abandonó por eso y debe facturas en todas partes, y si alguna vez contesto al teléfono, es alguien que trata de cobrar. Sólo que ahora le han cortado el teléfono.

(Llegamos a la dirección, y de su bolso de bandolera saca un enorme aro metálico en el que tintinean docenas de llaves. El edificio, de color pardo rojizo, tiene cuatro pisos con un ascensor diminuto.)

TC (después de entrar y echar una ojeada al piso de Trask Una habitación de gran tamaño con verduzcas paredes de color arsénico, una cocina pequeña y un cuarto de baño con un retrete roto que mana constantemente): Hmm. Ya entiendo lo que quiere decir. Este tipo tiene problemas.

Mary (abriendo un armario viscoso y lleno de ropa para lavar con olor a sudor): ¡Ni una sábana limpia en esta casa! ¡Y mire esa cama! ¡Mayonesa! ¡Chocolate! Migas, migas, chicle, colillas de cigarrillos. ¡Lápiz de labios! ¿Qué clase de mujer estaría dispuesta a meterse en una cama como ésta? No he podido cambiar las sábanas durante semanas. Meses.

(Enciende varias lámparas con las pantallas torcidas; y mientras se afana en organizar el desorden circundante, observo la estancia con mayor cuidado. En realidad, parece que un ladrón la hubiese saqueado, dejando algunos cajones de la cómoda abiertos y otros cerrados. Encima de la cómoda hay una fotografía con marco de cuero de un hombre rechoncho y moreno y de una rubia desdeñosa de la Júnior League[1], y de tres chicos pelirrubios, sonrientes, dentones y tostados por el sol, el mayor de unos catorce años. Sujeta en un espejo empañado, hay otra fotografía sin marco: otra rubia, pero, sin duda, no de la Júnior League, quizás un ligue de Maxwell's Plum; me figuro que el lápiz de labios de las sábanas de la cama será de ella. Un ejemplar del número de diciembre de la revista True Detective yace en el suelo, y en el cuarto de baño, junto al retrete, incesantemente agitado, hay un montón de revistas de chicas, Penthouse, Hustler, Oui: aparte de eso, parece haber una total ausencia de pertenencias culturales. Pero por todas partes hay centenares de botellas de vodka vacías: del tipo de miniaturas que sirven en las líneas aéreas.)

TC: ¿Por qué cree usted que sólo bebe esas miniaturas?

Mary: Quizá porque no puede comprar nada mayor. Sólo compra lo que puede. Tiene un buen trabajo, si es que logra conservarlo, pero su familia lo tiene arruinado.

TC: ¿En qué trabaja?

Mary: En aviación.

TC: Eso lo explica. Esas botellitas las consigue gratis.

Mary: ¿Sí? ¿Y cómo? No es camarero. Es piloto.

TC: ¡Oh, Dios mío!

(Suena un teléfono con un ruido amortiguado, porque el aparato está hundido bajo una manta arrugada. Con expresión malhumorada y las manos jabonosas de agua de fregar, Mary lo desentierra con delicadeza de arqueólogo.)

Mary: Se lo deben haber conectado otra vez. ¿Diga? (Silencio.) ¿Diga?

Voz de Mujer: ¿Quién es ahí?

Mary: Esto es la residencia de míster Trask.

Voz de Mujer: ¿La residencia de míster Trask? (Carcajada; luego, en tono altanero): ¿Con quién hablo?

Mary: Soy la doncella de míster Trask.

Voz de Mujer: Conque míster Trask tiene doncella, ¿eh? Vaya, eso es más de lo que tiene la señora Trask. ¿Querría la doncella de míster Trask decirle, por favor, a míster Trask que a la señora Trask le gustaría hablar con él?

Mary: No está en casa.

Señora Trask: No me diga eso. Póngame con él.

Mary: Lo siento, señora Trask. Creo que está volando.

Señora Trask (con amarga alegría): ¿Volando? Siempre está volando. Siempre.

Mary: Quiero decir que está trabajando.

Señora Trask: Dígale que me llame a casa de mi hermana en Nueva Jersey. Que me llame nada más llegar, si es que sabe lo que le conviene.

Mary: Sí, señora. Le dejaré el recado. (Cuelga.) Tiene mal genio, la mujer. No es raro que él esté en esas condiciones. Y ahora está fuera, trabajando. Me pregunto si me habrá dejado mi dinero. Aja. Ahí está. Encima de la nevera.

(En forma sorprendente, al cabo de una hora se las ha arreglado de alguna manera para ocultar el caos y dar a la estancia un aspecto no enteramente ordenado, pero sí medianamente respetable. Con un lápiz garabatea una nota y la sujeta contra el espejo de la cómoda: «Querido míster Trask, su mujer quiere que la llame a casa de su hermana sinceramente Mary Sánchez.» Luego suspira, se sienta en el borde de la cama y de su bolso de mano saca una cajita de hojalata que contiene un surtido de canutos de marihuana; selecciona uno, lo encaja en una boquilla y lo enciende, inhalando profundamente, reteniendo el humo en los pulmones y cerrando los ojos. Me ofrece uno.)

TC: Gracias. Es demasiado pronto.

Mary: Nunca es demasiado pronto. De todos modos, tiene que probar este material. Mucho cojones[2]. Me lo regaló una clienta, una señora realmente católica; está casada con un tipo del Perú. Se lo manda su familia. Directamente por correo. Nunca lo utilizo para colocarme. Sólo lo suficiente como para levantar un poco el ánimo. Esa pesadez. (Da chupadas al petardo hasta que casi le quema los labios) Andrew Trask. Pobre diablo asustado. Podría terminar como Pedro. Muerto en el banco de un parque, sin nadie a quien le importe. No es que a mí no me importara aquel hombre. Últimamente me sorprendo recordando los buenos tiempos que pasé con Pedro, y supongo que eso es lo que le pasará a la mayoría de las personas que hayan amado alguna vez a alguien y lo hayan perdido; se borra lo malo y uno piensa en las buenas cosas que tenían, en lo que te gustaba de ellos al principio. Pedro, el joven de quien me enamoré, bailaba divinamente, ¡oh!, sabía el tango, sabía la rumba, me enseñó los movimientos y me hacía bailar hasta caerme. Éramos habituales del salón de baile del Savoy. Iba arreglado y era limpio; incluso cuando le dio por la bebida siempre llevaba las uñas cortadas y arregladas. Y sabía cocinar cualquier cosa. Así se ganaba la vida, como cocinero de platos rápidos. He dicho que nunca hizo nada bueno por los chicos; pero les preparaba las cestas de comida que llevaban al colegio. Toda clase de bocadillos envueltos en papel encerado. Jamón, manteca de cacao y gelatina, huevos en ensalada, bonito, y fruta, manzanas, plátanos, peras, y un termo de leche caliente mezclada con miel. Resulta doloroso imaginárselo ahí, en el parque, y pensar que no lloré cuando la policía se presentó a decírmelo; que nunca lloré. Debería haberlo hecho. Se lo debía. También le debía un puñetazo en la mandíbula.

Voy a dejarle las luces encendidas a míster Trask. No tiene sentido que vuelva a casa y se encuentre con una habitación a oscuras.

(Cuando salimos del edificio, la lluvia había cesado, pero el cielo estaba revuelto y se había levantado un viento que lanzaba basura a las alcantarillas y causaba que los viandantes se calaran el sombrero. Nuestro destino estaba a cuatro manzanas; un modesto pero moderno edificio de pisos con un portero uniformado, domicilio de miss Edith Shaw, una joven de unos veinticinco años que formaba parte de la plantilla de redacción de una revista. «Una especie de revista de actualidad. Debe tener cerca de mil libros. Pero no tiene aspecto de ratón de biblioteca. Es una chica muy maja, y tiene muchos novios. Demasiados; sencillamente, parece que no puede quedarse mucho tiempo con mi solo tipo. Somos amigas porque... Una vez llegué a su casa y estaba muy enferma. Acababa de abortar. Normalmente, no tolero eso; va contra mis creencias. Le pregunté que por qué no se había casado con aquel hombre La verdad era que ella no sabía con quién casarse; no sabía quién era el padre. Y, de todas formas, lo último que quería era un marido o un crío».)

Mary (inspeccionando el ambiente desde la puerta abierta del piso de dos habitaciones de miss Shaw): Aquí no hay mucho que hacer. Quitar un poco el polvo. Lo tiene bien arreglado. Fíjese en todos esos libros. Del suelo hasta el techo no hay otra cosa que libros.

(Excepto por las atestadas estanterías, el piso era atrayentemente parco, blanco y luminoso, como escandinavo. Había una antigüedad: un escritorio de tapa corrediza con una máquina de escribir encima; miré lo que había escrito en ella:

«Zsa Zsa Gabor tiene
305 años
Lo sé
Pues le conté
Los anillos.»

Y tres espacios más abajo, escrito en la máquina:

«Sylvia Plath, te odio a ti
Y a tu maldito papi.
Me gustaría, ¿me oyes?
¡Me gustaría que me metieras
La cabeza
En un horno calentado a gas!»)

TC: ¿Es poetisa miss Shaw?

Mary: Siempre está escribiendo algo. No sé qué es. Lo que he visto, a mí me suena a droga. Venga, quiero enseñarle algo.

(Me lleva al cuarto de baño, una estancia sorprendentemente amplia y resplandeciente. Abre la puerta de un armarito y señala un objeto en un estante: un consolador de plástico rosa moldeado en forma de un pene de tamaño normal.)

¿Sabe qué es eso?

TC: ¿Usted no?

Mary: Yo soy la que pregunta.

TC: Es un consolador en forma de pene.

Mary: Sé lo que es un consolador. Pero nunca he visto uno como ése. Dice: «Hecho en Japón.»

TC: ¡Ah, bueno! La mentalidad oriental.

Mary: Viciosos. Pero tiene algunos perfumes exquisitos. Si es que le gustan los perfumes. Yo sólo me pongo un poco de vainilla detrás de las orejas.

(Mary se puso entonces a trabajar, a fregar los encerados suelos sin alfombras, a quitar el polvo de las estanterías con un plumero; y mientras trabajaba, tenía abierta su caja de canutos y la boquilla cargada. No sé cuánta «pesadez» tendría que levantar, pero sólo el aroma me estaba colocando.)

Mary: ¿Seguro que no quiere probar un par de caladas? Usted se lo pierde.

TC: No me fuerce.

(¡Cielo santo! He fumado alguna hierba potente, nunca lo bastante como para adquirir hábito, pero sí lo suficiente para apreciar la calidad y conocer la diferencia entre hierba mexicana corriente y contrabando de lujo, como la tailandesa y la suprema Maui-Wowee. Pero tras acabar de fumarme un porrito de Mary, y mientras estaba a la mitad de otro, me sentí como atrapado por un delicioso demonio, abrazado por un júbilo loco y maravilloso: el demonio me hacía cosquillas en los dedos de los pies, me rascaba la hormigueante cabeza, me besaba ardientemente con sus azucarados labios rojos, me metía su fiera lengua dentro de la garganta. Todo echaba chispas; mis ojos parecían tener un objetivo con zoom: podía leer los títulos de los estantes más altos: La personalidad neurótica de nuestro tiempo, de Karen Horney; Eimi, de e. e. cummings; Cuatro cuartetos; Poemas completos, de Robert Frost.)

TC: Desprecio a Robert Frost. Era un bastardo perverso y egoísta.

Mary: Pues si nos ponemos a maldecir...

TC: Y él con su halo de cabellos desgreñados. Un egocéntrico, sádico y traicionero. Arruinó a toda su familia. A varios de ellos. ¿Ha comentado alguna vez esto con su confesor, Mary?

Mary: ¿Con el padre McHale? ¿Comentado el qué?

TC: El precioso néctar que estamos devorando tan divinamente, mi adorable paro carbonero. ¿Ha informado al padre McHale de esta deliciosa iniciativa?

Mary: Lo que no sepa, no puede hacerle daño. Tome, ahí tiene algo de menta. Peppermint. Hace que este material sepa mejor.

(Era raro, no parecía colocada, ni una pizca. Yo acababa de pasar Venus, y Júpiter, el viejo y placentero Júpiter, me hizo señas desde la lejanía planetaria de color lila, encandilada por las estrellas. Mary se acercó al teléfono y marcó un número; lo dejó sonar un rato antes de colgar.)

Mary: No están en casa. Eso es algo de agradecer al señor y la señora Berkowitz. Si hubieran estado en casa, no podría llevarlo a usted allá. A causa de esos pomposos judíos. ¡Y ya sabe usted lo pretenciosos que son!

TC: ¿Judíos? ¡Sí, por Dios! Muy pomposos. Deberían estar en el Museo de Historia Natural. Todos ellos.

Mary: He pensado en despedir a la señora Berkowitz. El problema es que míster Berkowitz, que trabajaba en prendas de vestir, está jubilado, y siempre están los dos en casa. Estorbando. A menos que vayan a Greenwich, donde tienen una propiedad. Allí es donde deben haber ido hoy. Hay otra razón por la que me gustaría dejarlos. Tienen un loro viejo: lo ensucia todo. ¡Y es estúpido! Lo único que ese loro necio sabe decir son dos cosas: «¡Vaca sagrada!» y «¡Oy vey!» Cada vez que entra uno en esa casa, empieza a gritar: «¡Oy vey!» Me ataca los nervios de un modo horrible. ¿Qué tal? Vamos a fumarnos otro porrito y a salir de este garito.

(Había vuelto a llover y tenía más fuerza el viento, una mezcla que hacía que el aire pareciera como un espejo haciéndose añicos. Los Berkowitz vivían en Park Avenue, más arriba del ochenta, y sugerí que tomáramos un taxi, pero Mary dijo que no, que qué clase de marica era yo, que podíamos ir andando, así que me di cuenta de que, a pesar de las apariencias, ella también viajaba por sendas estelares. Fuimos caminando despacio, como si hiciese un cálido día tranquilo con cielo de color turquesa y las duras calles resbaladizas fuesen una playa caribeña de color perla. Park Avenue no es mi bulevar favorito; es de ricos y carece de encanto; si la señora Lasker plantara tulipanes en todo el trayecto de la Estación Central al Spanish Harlem, sería en vano. Sin embargo, hay ciertos edificios que despiertan recuerdos. Pasamos uno donde Willa Cather, la escritora norteamericana que más he admirado, vivió los últimos años de su vida con su compañera, Edith Lewis; con frecuencia solía sentarme frente a su chimenea y bebía Bristol Cream mientras observaba cómo la lumbre inflamaba el pálido azul de la llanura de los geniales y serenos ojos de miss Cather. En la Calle Ochenta y Cuatro reconocí un edificio en donde una vez asistí a una pequeña cena de etiqueta dada por el senador John F. Kennedy y señora, entonces tan joven y despreocupada. Pero, a pesar de los agradables esfuerzos de nuestros huéspedes, la noche no fue tan instructiva como yo había previsto porque, después de que se hubiera dejado ir a las mujeres y los hombres se quedaran solos en el comedor para saborear sus cordiales y sus puros habanos, uno de los invitados, un modisto de mentón más bien oblicuo llamado Oleg Cassini, acaparó la conversación con el relato de un viaje a Las Vegas y las innumerables chicas de revista a las que allí había probado recientemente: sus medidas, sus especialidades eróticas, sus exigencias financieras; un recital que hipnotizó a oyentes, ninguno de los cuales estaba más divertido y más atento que el futuro presidente.

Cuando llegamos a la Calle Ochenta y Siete, señalé a una ventana del cuarto piso del número 1060 de Park Avenue e informé a Mary: «Mi madre vivió ahí. Esa era su habitación. Era guapa y muy inteligente, pero no quería vivir. Tenía muchas razones, al menos ella lo creía así. Pero, al final, el único motivo fue su marido, mi padrastro. Era un hombre que se hizo a sí mismo, muy próspero; ella lo adoraba, y él era verdaderamente un buen tipo, pero jugaba, se metió en líos, malversó un montón de dinero, perdió su negocio y lo llevaron a Sing-Sing.»

Mary meneó la cabeza: «Igual que mi chico. Lo mismo que él.»

Los dos nos quedamos parados, mirando a la ventana, mientras el chaparrón nos empapaba. «De modo que una noche se vistió toda de gala y dio una cena; todo el mundo dijo que estaba preciosa. Pero después de la fiesta, antes de irse a acostar, se tomó treinta pastillas de Seconal y jamás se despertó.»

Mary se enfada; echa a andar con rápidas zancadas bajo la lluvia: «No tenía derecho a hacer eso. No tolero esas cosas. Van contra mis creencias.»)

Loro chillón: ¡Vaca sagrada!

Mary: ¿Lo oye? ¿Qué le había dicho?

Loro: Oy vey! Oy vey!

(El loro, un collage surrealista de plumas verdes, amarillas y naranjas, está situado en una percha de caoba en el salón rigurosamente formal del señor y la señora Berkowitz, una estancia que sugiere estar enteramente hecha de caoba: los suelos de parqué, los paneles de la pared y los muebles, costosas reproducciones de grandiosos muebles de época, aunque sabe Dios de cuál, quizá de comienzos de la Gran Confluencia. Sillas de respaldo recto; sofás que habrían puesto a prueba la paciencia de un profesor de modales. Cortinajes de seda de color morado vendaban las ventanas que, de manera incongruente, estaban cubiertas de visillos venecianos de color marrón mostaza. Por encima de una repisa de chimenea de caoba tallada, un retrato con marco de caoba de míster Berkowitz, carrilludo y cetrino, lo pintaba como un caballero rural vestido para la caza del zorro: chaqueta encarnada, corbata de seda, una trompa de caza apretada debajo de un brazo y una fusta bajo el otro. No sé qué aspecto tendría el resto de aquella casa, de mezclados estilos, porque aparte del salón, no vi nada salvo la cocina.)

Mary: ¿Qué es tan divertido? ¿De qué se ríe?

TC: De nada. Sólo es ese tabaco peruano, querube mío. Entiendo que míster Berkowitz monta a caballo.

Loro: Oy vey! Oy vey!

Mary: ¡Calla! Antes de que retuerza tu maldito pescuezo.

TC: Pues si nos ponemos a maldecir... (Mary refunfuña; se santigua.) ¿Tiene nombre ese bicho?

Mary: Aja. Intente adivinarlo.

TC: Polly.

Mary (sorprendida de verdad): ¿Cómo lo sabe?

TC: Porque es hembra.

Mary: Es un nombre de chica, así que debe ser hembra. Sea lo que sea, es una zorra. Pero fíjese en toda esa porquería del suelo. La tengo que limpiar yo toda.

TC: Ese lenguaje. Ese lenguaje.

Polly: ¡Vaca sagrada!

Mary: ¡Qué nervios! Tal vez sería mejor que nos colocáramos un poquito. (Fuera sale la caja de hojalata, los porros, la boquilla, las cerillas.) Y vamos a ver qué localizamos en la cocina Tengo muchas ganas de dulce.

(El interior de la nevera de los Berkowitz es una fantasía de glotón, una cornucopia de golosinas cebadoras. No era de extrañar que el dueño de la casa tuviese tales carrillos. «¡Oh, sí¡», confirma Mary, «son un par de cerdos. Ella tiene un estómago que parece que va a soltar los quintillizos de Dionne. Y todos los trajes de él están hechos a medida; no le vale nada comprado en la tienda. ¡Hmm, qué rico! Me siento golosa de verdad. Esos pastelitos de coco parecen apetitosos. Y no me importaría meterle el diente a esa tarta de moka. Podemos ponerle encima un poco de helado». Alcanzamos unos enormes cuencos de sopa y Mary los llena de pastelitos y de tarta de moka y les añade cucharones del tamaño de un puño llenos de helado de pistacho. Volvemos al salón con ese banquete y caemos sobre él como huérfanos maltratados. No hay nada como la hierba para despertar el apetito. Tras acabar la primera ración y echarnos dos porritos más, Mary vuelve a llenar los cuencos con raciones aún más grandes.)

Mary: ¿Qué tal se encuentra?

TC: Me encuentro bien.

Mary: ¿Cómo de bien?

TC: Realmente bien.

Mary: Dígame exactamente cómo se siente.

TC: Estoy en Australia.

Mary: ¿Ha estado alguna vez en Austria?

TC: En Austria, no. En Australia. No, pero allí es donde estoy ahora. Y todo el mundo dice siempre que es un sitio muy aburrido. ¡Eso demuestra lo que saben! El mejor surfing del mundo. Estoy en el océano, sobre una tabla de surf, cabalgando sobre una ola tan alta, como... tan alta como...

Mary: Tan alta como usted. ¡Ja, ja!

TC: Está hecha de esmeraldas fundidas. La ola. El sol me calienta la espalda y la espuma me salta a la cara y me rodean tiburones hambrientos. Aguas azules, muerte blanca. Qué película tan terrorífica, ¿verdad? Hambrientos y blancos devoradores de hombres por doquier, pero no me inquietan; francamente, me importan tres cojones...

Mary (con ojos desorbitados de miedo): ¡Cuidado con los tiburones! Tienen dientes asesinos. Puede quedarse paralítico de por vida. Y mendigará por las esquinas de las calles.

TC: ¡Música!

Mary: ¡Música! Eso es lo que se necesita.

(Como un luchador atontado, avanza tambaleándose hacia un objeto en forma de gárgola que hasta entonces había escapado, afortunadamente, a mi atención: una consola de caoba que combina televisión, tocadiscos y radio. Sintoniza la radio hasta encontrar una emisora donde hay una música retumbante con ritmo latino.

Sus caderas evolucionan, sus dedos chasquean, se abandona elegante pero suavemente, como si recordara una sensual noche de juventud y bailara con una pareja fantasma alguna coreografía memorable. Y es cosa de magia cómo responde su cuerpo, ahora sin edad, a los tambores y guitarras, cómo da vueltas al ritmo más sutil: está en trance, en el estado de gracia que supuestamente alcanzan los santos cuando experimentan visiones. Y yo también oigo la música; corre velozmente por mi cuerpo, como anfetamina, cada nota resonando con la separada nitidez de las campanas de una catedral en un silencioso domingo de invierno. Me acerco a ella, voy a sus brazos y nos conjuntamos paso a paso el uno al otro, riendo, vibrando, y aun cuando la música se interrumpe por un locutor que habla español tan rápido como el cascabeleo de las castañuelas, seguimos bailando, porque las guitarras están ahora encerradas en nuestras cabezas, igual que nosotros somos prisioneros de nuestro abrazo, de nuestras carcajadas, cada vez más altas, tan altas que no reparamos en una llave que chasca, en una puerta que se abre y luego se cierra. Pero el loro lo oye.)

Polly: ¡Vaca sagrada!

Voz de Mujer: ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?

Polly: Oy vey! Oy vey!

Mary: ¡Vaya! ¡Hola, señora Berkowitz, señor Berkowitz! ¿Qué tal están ustedes?

(Y ahí se quedan, flotando en el aire, como los globos de Mickey y Minnie Mouse en un desfile de Mary del Día de Acción de Gracias. No es que esos dos tengan nada ratonil. Sus encolerizados ojos, los de ella colorados detrás de unas gafas de arlequín con montura adornada de lentejuelas, absorben la escena: nuestros picaros mostachos de helado, el acre humo de la hierba polucionando la habitación. La señora Berkowitz se adelanta airosamente y apaga la radio.)

Señora Berkowitz: ¿Quién es este hombre?

Mary: Creía que no estaban en casa.

Señora Berkowitz: Evidentemente. Le he preguntado: ¿quién es ese hombre?

Mary: No es más que un amigo mío. Me está ayudando. Hoy tengo mucho trabajo que hacer.

Míster Berkowitz: Está usted borracha, mujer.

Mary (engañosamente dulce): ¿Cómo dice usted?

Señora Berkowitz: Dice que está usted borracha. Estoy sorprendida. Sinceramente.

Mary: Ya que hablamos con sinceridad, francamente tengo que decirle esto: hoy es el último día que hago de negra por aquí... La despido a usted.

Señora Berkowitz: ¿Que usted me despide a mí?

míster berkowitz: ¡Fuera de aquí! Antes de que llame a la policía.

(Sin bulla, recogemos nuestras pertenencias. Mary saluda al loro con la mano: «Hasta luego, Polly. Tú eres buena. Eres buena chica. Sólo estaba de broma.» Y en la puerta donde sus antiguos patronos se han situado con firmeza, declara: «Y para que tomen nota, nunca he bebido una gota en mi vida.»

Afuera, sigue lloviendo. Caminamos pesadamente por Park Avenue y luego cruzamos a Lexington.)

Mary: ¿No le dije que eran pomposos?

TC: Son piezas de museo.

(Pero ha desaparecido la mayor parte de nuestra vivacidad; la energía de la hierba peruana retrocede, y en su lugar aparece cierta depresión, se hunde mi tabla de surf, y ahora cualquier tiburón a la vista podría hacer que me muera del susto.)

Mary: Todavía tengo que hacer el de la señora Kronkite. Pero es simpática; me disculpará si no voy hasta mañana. Quizá me vaya a casa.

TC: Permítame que llame a un taxi.

Mary: Odio darles ocupación. A esos taxistas no les gusta la gente de color. Incluso cuando ellos mismos son de color. No, puedo tomar el metro ahí abajo, en Lex esquina a Ochenta y Seis.

(Mary vive en un piso de renta limitada cerca del Yankee Stadium; dice que estaba atestado cuando su familia vivía con ella, pero ahora que está sola parece inmenso y peligroso: «Tengo tres cerrojos en cada puerta y todas las ventanas clavadas. Me compraría un perro policía si no tuviese que dejarlo solo tanto tiempo. Sé lo que es estar solo, y no se lo desearía a un perro».)

TC: Por favor, Mary, permítame que la lleve en taxi.

Mary: El metro es mucho más rápido. Pero antes quiero detenerme en un sitio. Sólo está un poco más abajo.

(El sitio es una exigua iglesia atrapada entre vastos edificios en una callejuela. Dentro, hay dos breves hileras de bancos, un altar pequeño y, encima, una imagen de escayola de Jesús crucificado. Un olor a incienso y cirios domina las sombras. En el altar, una mujer enciende una vela cuya luz oscila como el sueño de un espíritu tembloroso; aparte de ella, somos los únicos suplicantes presentes. Nos arrodillamos juntos en el último banco y Mary saca de su bolso un par de rosarios («Siempre llevo uno de más»), uno para ella y otro para mí, aunque no sé cómo manejarlo, pues nunca he usado uno. Los labios de Mary se mueven susurrantes.)

Mary: Dios Santo, danos tu gracia. Por favor, Señor, ayuda a míster Trask a dejar de beber y a no perder su trabajo. Por favor, Señor, no dejes que miss Shaw sea un ratón de biblioteca y una solterona; debería traer a tus hijos a este mundo. Y, Señor, te ruego que recuerdes a mis hijos y a mi hija y a mis nietos, a todos y a cada uno. Y te ruego que no permitas que la familia de míster Smith lo envíe a un hogar de jubilados; él no quiere ir, llora todo el tiempo...

(Su lista de nombres es más numerosa que las cuentas de su rosario, y sus ruegos en favor de ellos tienen la gravedad de la llama del cirio en el altar. Se interrumpe para mirarme.)

Mary: ¿Está rezando?

TC: Sí.

Mary: No lo oigo.

TC: Estoy rezando por usted, Mary. Quiero que viva para siempre.

Mary: No ruegue por mí. Yo ya estoy salvada. (Coge mi mano y la estrecha.) Ruegue por su madre. Ruegue por todas esas almas ahí perdidas, en la oscuridad. Pedro. Pedro.



viernes, 15 de mayo de 2009

Paseo Nocturno (relato de Rubem Fonseca)


Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.
Paseo Nocturno, título original “Passeio Noturno” de Rubem Fonseca, antologado en Os Melhores Contos Brasileiros de 1973 (Porto Alegre, Globo, 1974).