jueves, 30 de octubre de 2008

Un hombre y una mujer (relato de Ricardo Murúa)


Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Él vivía en una casita en un suburbio del sur de la gran ciudad, acompañado por su mujer y su perra Micaela. Mi madre, comprometiendo su pequeño departamento, fue garante de su último alquiler. Hacía casi cuarenta años que se habían separado en circunstancias para ella dolorosas, mejor dicho, él la había abandonado con su pequeño hijo. Nunca comprendí los motivos de sus sinuosos y esporádicos contactos en los que mi padre salía favorecido y mi madre dolorida y desencantada una vez y otra vez más.

No digo con esto que se atrasase en sus pagos mensuales, es algo distinto. Mi padre llevaba todos los domingos a su mujer a visitar a sus hermanas. Él no compartía las reuniones, consideraba que no era gente apropiada para sostener una conversación animada y culta. Fijaba un horario y la pasaba a buscar. En el entretiempo se presentaba en la  casa de mi madre quien, sorprendentemente, lo agasajaba con todo lo que había en la heladera, y dado que mi padre era medido para todas las cosas, entre ellas para comer, prefería llevarse en una vianda aquello que no comía en el momento. La vianda incluía alimentos dulces y salados, pickles, y pan. Cuando mi madre fallaba en la recepción, al no tener preparada la torta hecha con dulce de membrillo, se desencadenaba una suerte de reproches mezclados con humoradas y coqueteos. Mi padre era muy seductor.

Algunos domingos amanecían despejados y mi madre  ya estaba preparada escuchando en un viejo Ken Brown música de los años cincuenta- las grandes bandas del tipo de Ray Connif-, y música de películas. “Un hombre y una mujer” era su preferida, na, na, na, nananá, nananá…Si a partir del mediodía el cielo se nublaba y amenazaba con llover- lo que es frecuente en primavera-, ella se ensombrecía y apagaba la música. Sabía que mi padre no sacaba su viejo Ford en la lluvia porque se manchaban los cromados. En esos días, mi madre organizaba una reunión con sus amigas para tomar el té y no desperdiciar los alimentos, excesivos para ella sola. Sospecho, con alguna maldad, que una de ellas en particular, Lina, preparaba su estómago ni bien el tiempo tornaba lluvioso. No obstante, reconozco que Lina era su mejor amiga; atenta desde su ventana a la partida del Ford en los días soleados, cruzaba el gran parque que separaba su edificio del de mi madre- aun sabiendo de la depredación de alimentos-, y le hacía compañía. .

Lina conocía las consecuencias de aquel agasajo en el ánimo de su amiga y no regateaba su presencia amistosa. Yo apreciaba a Lina, una mujer anciana que adoraba las carreras de caballos, y que recordaba con mucho humor a un antiguo novio al que apodaba “Nube Negra” por lo raro de su conducta. Lina agradecía el no haberse casado con él; si no me perdía tu pastel de membrillo, Nelly. decía esa mujer deliciosamente delgada y jugadora.

 

Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Yo vivía entre unas hermosas sierras, en una cabaña de troncos.

Dada la distancia, la correspondencia con mi padre era muy frecuente. Sus cartas estaban escritas en hojas amarillentas y siempre cambiaba de lapicera en medio de la escritura porque se le acababa la tinta. Las encontraba tiradas en la puerta de una escuela cercana a su casita. Funcionaban previo tratamiento con calor; aunque no demasiado, porque la tinta reseca podía saltar del cilindro al hervir y manchar no sólo los dedos sino también la cubierta de plástico transparente que cubría al mantel con flores. Como la tinta se acababa, cada carta tenía por lo menos dos colores de tinta.

 

 

 

En esa época le mandé a mi madre, no ya un fragmento, sino la novela, con el fin exclusivo  de que la llevara personalmente a una reconocida editorial. Inmediatamente realizó lo encomendado, y no sólo eso, concurría por lo menos una vez a la semana al centro de la ciudad para informarse acerca de cuándo sería publicada. Nunca me lo dijo, pero sé que en esas oportunidades llevaba su torta de membrillo o algún perfume para esa empleada de la editorial que la atendía con tanta dulzura, según me contaba en nuestras comunicaciones telefónicas. Fue inútil que le dijera que su presencia sistemática no tendría como consecuencia la publicación de la novela de su hijo; aunque más de una vez llegué a pensar que justamente sería publicada a fin de que ella dejara de concurrir. Nunca le reintegré a mi madre el dinero que gastó en esos “paseos” y gestiones. Me consolaba el saber que Lina la acompañaba a la editorial y luego se instalaban en un cafecito para comer Lemon Pie.

 

En una de las cartas de mi padre recibí su juicio acerca del fragmento de novela que le enviara. Esperaba ansiosamente esa carta porque sabía de su rigurosidad para tratar los temas y su gusto para emitir sentencias. Esta vez la caligrafía fue particularmente simétrica y armoniosa, y no se produjo ningún cambio de tinta a lo largo de todo el escrito: “Yo quería llegar a viejo pero sin títulos, ahora veo cerca el de octogenario. ¿no serán palabras discriminatorias? Los escritores, pintores, y/o escultores, siempre lograron sus mejores obras elevándose gracias al alcohol o las drogas. Yo me elevaré gracias a que se me han muerto algunas neuronas. Se dice que los locos, los niños, y los viejos dicen la verdad. No es cierto. Lo que expresan son visiones en virtud de su insuficiente irrigación cerebral. Tranquilo lector, ya llegaré a transmitir mi idea, no recurra al despreciable recurso de ir a la última página. Había un escritor, confundo su nombre con el de otro. Uno era Espronceda, pero no me refiero a ése, sino a Jardiel Poncela, autor de Hubo una vez once mil vírgenes y Nene, los muertos no se tocan. Era tan hilarante y loca su escritura, que publicaba también los borradores, para que el lector no se perdiera lo que tal vez era bueno, y él por su exquisitez se lo hubiese negado. Vos me contaste que la música conocida por nosotros es tocada en octavas (no sé si así se dice) y escrita en pentagramas. Otra es la gregoriana, otra es la asiática (puede ser decafónica o dodecafónica), escrita en doce no sé qué. Bueno, vos me lo explicaste alguna vez, y me entenderás. Ahora, no descubro nada si digo que gramaticalmente, los signos de puntuación y acentuación hacen al entendimiento de la lectura.

Los islámicos, hebreos, chinos o japoneses no usan nuestros signos; es que cuando hablan tienen su propio tono de voz, hablan como gritando y eso no nos cae grato a nuestros oídos. No se llega a interpretar su ánimo porque nuestro oído no capta su melodía. Agrego que es importante enseñar a leer con melodía, respetar todos los signos, porque de lo contrario no se aprende  nada del contenido. Cosa que les ocurre a los alumnos tanto primarios, como secundarios, y terciarios. En mi época de primaria había en todos los grados, una hora semanal dedicada a la lectura en voz alta, de frente a la clase, tomando el libro con una mano y la otra libre para pasar las hojas. Y a memorizar y leer con un golpe de vista el último renglón al efecto de no producir una pausa al cambiar la hoja.

Tu libro, relato, novela, no sé qué nombre le das, al no tener todos los signos, pues le has quitado la marcación de los diálogos, los signos de admiración, interrogación y las interjecciones,  hace que uno deba releerla. Es interesante, no me desagrada, pero habría que “marcársela” al lector desprevenido. Si la lee un intelectual dirá: “qué estupidez, ¿y éste se dice escritor?” Si la lee un hombre común con poca atención, la releerá y pensará: “¡Qué tonto soy!”. Y si la lee uno acostumbrado a pasar su tiempo leyendo pensará: “¡Qué malo!” y lo dejará de lado. Ahora, si el que la lee es un snob, la llevará bajo el brazo para parecer un intelectual.

Lo antedicho es lo que me pediste que te expresara. Lo escribí fuera del contenido de la carta, en una “separata”, para que en caso de que no te guste o te ofenda (que sería lo último que deseo), la rompas, la destruyas, y hagas de cuenta (de) que nunca te dije nada. FIN

Posdata: Mis cuentos son cortos y costumbristas, yo sé que a vos no te gustan; pero la gente en su mayoría no lectora los prefiere, porque necesita cosas rápidas para leer  y a otra cosa, no tiene tiempo para la lectura con los problemas de este país. No se lo permiten. Los Tres Mosqueteros, en cien o en ciento cincuenta páginas fue leído por una multitud. El original de tres tomos con más de mil hojas no lo leyó ni el corrector.”

 

La carta que acompañaba a esta “separata”, como él la llamó, hablaba de cosas vanas tales como los últimos arreglos de su Ford, las nuevas ocurrencias de su perra, el disgusto que le ocasionaban las conversaciones de los estudiantes que pasaban por su vereda, y los últimos logros culinarios de Celina. Hacía tiempo que él se refería a mi madre por el nombre de la localidad en la que ella vivía, Celina. Por lo tanto, Celina se enojaba, cocinaba, llamaba o se enfermaba.

Debo aclarar que mi padre se inició como escritor de relatos al poco tiempo en que le dije, por carta, que el entorno de las sierras me era propicio para la escritura. Era cierto que sus “cuentos” como él los llamaba, a mí no me gustaban

Yo estaba preparado para una separata de este estilo, aunque su lectura me conmovió, tanto como el llamado de larga distancia de Lina desde la casa de Celina:

-¡Te felicito, me ha contado Nelly que sos un gran escritor¡

Juicio basado en el cariño, no habían leído la novela.

 

A partir de ese momento, la correspondencia con mi padre omitió absolutamente toda mención a cualquier expresión literaria. El tema fue obviado cuidadosamente de mi parte, y ninguna de sus cartas contuvo ya “cuentos”, ni “separatas”. La geografía, la mecánica, la balística, las construcciones, y las anécdotas personales ocuparon toda la escena. La revista Mecánica Popular, la National Geographics,  y el Selecciones del Reader Digest junto a un manojo de recuerdos fabricados fueron la constante hasta su muerte, poco tiempo después.

 La editorial nunca respondió, y  mi madre dejó de insistir luego de la muerte de Lina.

 

jueves, 23 de octubre de 2008

El Mini (relato de Ricardo Murúa)


El celular que suena a las dos de la mañana debió ser apagado al acostarse, como todas las noches. Algo azaroso, una distracción, tal vez el viento que golpeó la ventana del balcón y la obligó a levantarse a cerrarla ni bien se acostó, la desvió de aquélla  rutina. Tal vez fue otra cosa que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque fue el más ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

 Otra cosa que no sabemos: la que hizo que por primera vez desde que están juntos, no estuviesen  a esa hora bailando y bebiendo en el sitio preferido; la que tras cerrar la puerta con llave y traba, la impulsó a  arrojar primero un zapato, caminar descalza tres pasos, arrojar el otro, llegar a la heladera, mordisquear un pedazo de pizza ya mordisqueado, beber de la botella abierta  un sorbo de cerveza sin gas,  muy helada, lo último orientada en la oscuridad por la luz de la heladera abierta.

 

El pequeño Mini se alejó veloz  cuando ella cerró la puerta del edificio.

 

Si no estarían juntos esa noche, por qué ella está sumergida en la bañadera   momentos después de cerrar la heladera que dejó la cocina a oscuras. Por qué si su costumbre no es bañarse de noche, ni siquiera ducharse, algo que hace todas las mañanas y a veces por la tarde, está ahora fumando, iluminada por una vela, con el agua tibia hasta el cuello, con los ojos cerrados, escuchando una balada de  Tom Waits. Pero, de qué rutina se puede hablar si es el primer sábado sola después de un año. Todo es novedoso entonces, el viento golpeando la ventana que quedó abierta, la pizza fría, la botella abierta, el baño, el mini saliendo veloz,  el celular encendido, los zapatos revoleados- uno quedó sobre el sofá-, y la voz arenosa de Waits desde el dormitorio.

 

El Mini se desliza suavemente por la autopista hacia las afueras del centro de la ciudad.

 

Está boca arriba en la cama respirando suavemente con los ojos cerrados, despierta;  suena el celular a las dos de la mañana. Dice hola, escucha. Sentada en la cama con las piernas cruzadas respira agitadamente, y lo apaga.

Encuentra el zapato sobre el sofá, se lo coloca y camina rengueando, el otro no aparece; camina hasta la puerta de entrada del departamento y reconstruye la acción para encontrar al otro asomado detrás de la maceta del ficus, Detrás de la puerta del baño está la pollera y en el placard la blusa que no combina con la pollera porque no hubo elección, sí necesidad de no salir medio desnuda a la calle a detener- con la mano que sostiene la cartera abierta- el taxi que ahora se aleja veloz después de que ella da un portazo para decir después perdón, y después el destino.

 

El Mini en el estacionamiento de ese boliche nocturno desconoce de azares y novedades, reposa tranquilo luego de alcanzar los 160 km/h por la autopista hasta dejarlo a él a pocos metros de la barra en la que una mujer rubia  le pasa la mano por la cabeza. Los autos no saben de azares, ni de rutinas, ni de celulares, por eso no se esconden de las luces verdes y rojas que destellan desde el cartel que los convoca.

 Los celulares tampoco saben de esas cosas cuando indican números desconocidos, o cuando anuncian que otro se encuentra apagado o fuera del área de cobertura. Ella ha llamado cinco veces, desde que subió al taxi que tardará más que el Mini en llegar al estacionamiento.

 

La piedra que elige es redonda, bella, con algunos brillos de mica entremezclados con el cuarzo y el feldespato; cabe en su mano y no pesa en su brazo que ahora se balancea por arriba de su cabeza para dar un último envión, directo al parabrisas del Mini que se astilla en mil pedazos, o más. Corrijamos, ella no eligió la piedra, estaba ahí junto a otras en un cantero del que ahora ella saca otra destinada al vidrio del lado del volante. Mete la mano en la cartera abierta y saca una foto que siempre lleva,  una en la que ambos se encuentran abrazados- en una playa con arena blanca- con el agua cálida y transparente a la altura de la cintura, besándose de perfil a la cámara.

Con un chicle que mastica con fuerza- el mismo que la acompaña desde  que saltó de la cama hace casi una hora-, pega la foto en el espejo retrovisor del Mini. Los dos besándose de perfil con el agua cálida en una playa de vidrios astillados.

 

El taxi recorre la autopista desde el norte hacia el centro de la ciudad, se detiene y ella cierra la puerta suavemente.

 

Arroja la botella de cerveza sin gas sobre el vidrio de la ventana que quedó abierta, calla a Tom Waits de un golpe, se sumerge en el agua cálida de la bañadera sin quitarse la pollera, con la cartera abierta en la mano, llora y llora hasta que suena su celular llamado por el otro celular al  que no atenderá nunca más.

Los celulares tampoco saben por qué dejan de hablarse; los Minis veloces no entienden por qué son remolcados. Ella no sabe por qué deja de llorar.

Tal vez es por algo que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque es el menos ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

El hombre de la vuelta (relato de Ricardo Murúa)


El hombre de la vuelta no parece un tipo malo aunque con frecuencia manda a su mujer al hospital. El hombre me ha contado, involuntariamente, los motivos de las palizas.

Cuando le pega a la mujer le grita que no hace tal o cual cosa como a él le gustaría, y eso lo escucho desde mis fondos, aunque no llego a escuchar con claridad los argumentos de la mujer cuando llora y balbucea. Esto pasa sólo por las noches y no es que él beba de más, pero queda claro que los argumentos de ella nunca son suficientes para que deje de estropearla.

Por lo que he podido observa desde mi ventana, ellos se aman, los domingos que ella no está impresentable van a una plaza cercana con sus hijos y se los ve muy sonrientes cuando regresan con helados, abrazados. Para decir las cosas como son, los hijos del hombre de la vuelta son muy desagradables y no estaría mal que ellos sean pateados de vez en cuando también. Son dos adolescentes irrespetuosos que lo miran a uno de arriba, en especial la mujercita, con esos senos repentinos se lleva todo por delante.

El muchacho tiene la cara llena de granos amarillentos sobre una tez blanca y unos  ojos muertos, el conjunto lo hace parecer un ciego insolente, de esos que tienen el mal gusto de llevarse todo por delante con esos bastones articulados.

Los elementos de ortopedia y los bastones de los ciegos me han producido siempre una particular opresión y asco. A pocas cuadras de la casa, en la avenida, hay una casa que vende esos productos para defectuosos y mutilados. Sé que está ahí, y evito pasar por esa obscena vidriera, aunque para ir al parque con Tom deba caminar, a ver, sí, tres cuadras de más. Pero es que esas fajas marrones, esos corsé con hierro, y en particular esos pies con esas piernas de plástico me hacen dudar del buen gusto de Dios.

El hombre de la vuelta es chofer de micros urbanos, tiene un prominente abdomen, seguramente fruto de estar sentado todo el día, a excepción de los domingos y sus paseos en familia. La mujer no es tan desagradable, pero algún golpe excesivo dificulta su caminar. He hecho algunos cálculos y esa renguera no la atribuyo a la polio. Veamos, ella tiene 37 años, lo sé por una frase del hombre: “37 años de imbécil”. Las epidemias de polio desaparecieron a mediados de la década del cincuenta, ergo,  cojea por algún golpe. Ella a veces grita:”no me patees”. Es increíble, pero para saber de su vida sólo hay que escucharlos y verlos.

También me ha dado por pensar que el hombre de la vuelta es judío. Esto porque jamás ha asistido a la capilla de mi calle. Jamás. Este detalle, si se puede llamar así, no se relaciona con el rigor que le dispensa a la mujer. O sí se relaciona, evidentemente debo pensar más en eso. A la posible condición de judío debo revisarla, primero porque nunca hubo judíos en el barrio, éste no es un barrio de judíos;  segundo, no hay choferes judíos. Los choferes son italianos, polacos, esas cosas. Tal vez no sea judío, pero no lo imagino tan inmoral como para ser ateo, esos no tienen hijos porque no creen en la humanidad.

Hay cosas de los vecinos que a uno lo desorientan, y no es bueno vivir rodeado de gente que vaya uno a saber quiénes son y cómo piensan.

Hay cosas poco claras del hombre de la vuelta. Y no quiero atreverme a pensar que la mujer es clienta de la casa de ortopedia. Dios.

lunes, 20 de octubre de 2008

La Luger (relato de Ricardo Murúa)


 

 

Sube en el viejo ascensor hasta el séptimo piso. Recorre el pasillo hacia la izquierda, introduce la llave en una cerradura. Entra al departamento alquilado que ella eligió. Se quita la campera, camina hasta la cama, coloca el antebrazo derecho sobre los ojos, y de espaldas, se deja caer. La punta de un pie quita un zapato, la otra quita el otro trabajosamente, porque ese cordón está anudado con más fuerza. Al fin cae, queda descalzo, y siente un poco de alivio. Ha regresado de la oficina y está más cansado que cualquier otro comienzo de fin de semana.

Ella se fue hace tres días de manera perfecta,  no han quedado huellas de su presencia en ningún sitio, salvo el detalle malicioso de una foto en aquella pared frente a la cama. Una imagen en la que  los  dos sonríen abrazados, abrigados, juntos por primera vez en la nieve. Y última, piensa él.

Se despierta, estira un brazo hacia su mesa de luz, saca una pistola de juguete con la que apunta a la lámpara, al televisor, a la ventana de enfrente que se ve desde la cama. Sobre cada objetivo apuntado se detiene unos segundos y  emite el sonido de disparo, como el que los varones pequeños hacen cuando juegan a los pistoleros.  Vuelve a apuntar, dispara a casi todo lo que ve menos  a la foto que se encuentra en línea recta al centro de la cama en la que reposa. Esa foto ominosa que él esquiva  trabajosa y eficazmente.

El juguete es una réplica de una pistola Luger nueve milímetros, modelo usado por el ejército alemán a partir de 1908, y emblema durante la segunda guerra. Fue un regalo de los Reyes Magos. Él tenía siete años y había pedido por carta un rifle igual al que usaba Chuck Connors en El Hombre del Rifle. Cuando su madre advirtió su cara de decepción frente a la Luger, le dijo que los Reyes no miraban mucha televisión, y no distinguían un rifle de una pistola. Mejor argumento que decir que los reyes eran filo nazis, era. Al año siguiente no pidió regalos. Los viajeros a camello le trajeron arco y flechas y una ametralladora a pilas que al disparar emitía luces y sonidos espaciales. Puestos ambos regalos a la par, uno de ellos era anacrónico; pero los reyes tampoco deberían saber  eso.

Cuando decidieron reemplazar el rifle por la Luger, tal vez sabían que Connors, antes de ser un héroe en el oeste, había sido actor de películas porno. Los nazis de porno, nada.

La Luger fue incautada en una oportunidad por su abuelo.

- Parece real- Había dicho para luego quitársela y ocultarla durante años. El arco, las flechas y la ametralladora, por lo visto, no parecían auténticos.

Cuando la Luger regresó  a sus manos, luego de la muerte del abuelo, tenía dieciocho años. La contempló largo rato, y luego de agradecer el criterio de los reyes prometió nunca separarse de su juguete.

 

Esa noche habla largamente por teléfono con ella. Tres días son suficientes. Despliega los puentes para el regreso. Además, mañana será sábado y desea la reunión programada con los amigos en el departamento de ambos, pero que ella eligió. Luego de la llamada, guarda la Luger en su mesa de luz y se dispone a ducharse. Ella llegará a medianoche. Antes comprará cervezas para hoy y para mañana.

 

- Todo por un juguete-, dice el padre dirigiéndose a su esposa. Lo dice mientras seca un plato que ella ha lavado.

- Siempre dijiste que él era un muchacho raro, no sé qué te sorprende ahora-, lo dice sin dejar de mover las manos debajo del chorro de agua que sale de la canilla. Ahora le toca el turno a una olla. Le dará más trabajo, tendrá que rasparla con un cuchillo  porque un poco de alimento se ha pegado en el fondo de aluminio. No le gusta dejar la olla en remojo para facilitar su limpieza más tarde. Debe quedar todo limpio después de la cena.

Él se toma un tiempo para pensar, con los puños apoyados en la mesada de la cocina mira por una ventana que da a una pared.

- Nunca dejó de sorprenderme, empezó cuando eligió a nuestra hija como pareja-, dice él calculando que falta poco para secar la olla. Lo hará con un trapo específico para ese trasto.

- Su es una buena muchacha y él no es malo-,  dice la mujer sin demasiada convicción.

-Pero separarse porque ella dejó caer su pistola de juguete los hace a ambos muy extraños, no me lo discutas-, lo dice sabiendo que en 32 años de casados nunca tuvieron un entredicho.

- Lo que importa es que no dejen de estar juntos-. sentencia la madre de la que prepara en ese momento el gran bolso en su cuarto, la madre que ha hecho muchas cosas y ha dejado de hacer muchas más para seguir estando junto a su esposo, y mientras piensa en eso se inclina y saca del horno dos docenas de empanadas, ahora tibias, que coloca prolijamente en una vianda, separadas por servilletas de papel.

- Falta una , dice ella -,  no en un tono de reproche, sólo describe.

Mientras él guarda la olla, ella agrega al paquete media tarta de manzana, la preferida del muchacho raro pero bueno que vive con su hija.

 

Su aparece por la puerta de la cocina inclinada por el gran bolso. El padre se ofrecerá a llevarla, pero ella ya pidió un taxi.

-No le toques sus cosas-,  suena graciosa la frase en boca de la madre que no intenta ser graciosa al despedir a la hija- y sacá la comida del paquete.

- Ésta siempre será tu casa -, murmura el padre después de besarla y cerrar las puertas barrote del ascensor. Puertas que dan la sensación de que uno de los dos se encuentra de visita en una cárcel en la que el otro está preso. Hasta que el ascensor desciende y  ella se va. El recluso es él.

-Espero que no regrese y que pueda ser feliz -, dice el recluso que entra a la cocina para tomar la taza de café puesta sobre una mesita en la que del otro lado alguien no le contesta mientras hojea un viejo Selecciones del Reader´s Digest.

 

De no ser por el bolso hubiese regresado caminando. Si el taxi no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho algo, después de esos tres días, a través del portero eléctrico. Pero estaba con la puerta trasera abierta y con el taxista aproximándose hacia ella, para ayudarla con el enorme bolso que él guardaría en el baúl.

Si el taxi negro y amarillo no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho:

-Ya llegó el taxi -.Su sólo hablaba cuando tenía algo para decir, y era una muchacha de hablar muy poco.

 Sube al taxi, cierra la puerta y sólo indica una calle y un número.

El taxista, un hombre con aspecto rudo de unos cuarenta años, le hubiese dado conversación como a todos los pasajeros. En verdad le hubiese largado su monólogo sobre el clima, los precios, la corrupción del gobierno y la estupidez de los votantes, todo en ese orden.  Temas encadenados con eslabones tales como: “qué se va a hacer”, “es así nomás”, “a usted le parece”, “mire, le cuento”, así no se puede trabajar”, y muchos más porque las cadenas de los taxistas son largas.

A ella sólo le pregunta.

-¿Hasta dónde?-  Y en  la dirección indicada dirá -son 18.

 

Sentados en el balcón del departamento que ella eligió destapan cervezas. Es una noche estrellada, el aire es fresco. Ella comienza a  levantarse para traer las empanadas que se han recalentado en el horno, él se adelanta. Trae en una mano un plato con seis empanadas y en la otra el medio pastel de manzana en una fuente,

La cerveza está muy fresca y ambos están felices. Acaso la felicidad pueda medirse por la temperatura de una lata, por el sabor de unas empanadas precisamente condimentadas, por el fresco que invade el balcón, por las hermosas luces de la ciudad a esa hora.

Él arrima la silla junto a la de ella, la abraza. El próximo verano estarán juntos en la nieve, se asegura.

Ella dice:

-Te quiero.

 

domingo, 19 de octubre de 2008

Bellas Artes (relato de Ricardo Murúa)


Es la tercera y última vez que hará el intento de ingresar a la Academia de Bellas Artes de Viena. Atrás ha quedado Braunau con su padre en un cementerio y su madre cancerosa.  Se dirige con firmeza hacia el edificio disimulando  la pobreza de su vestimenta, casi harapienta, escudado en un cuadro envuelto en papeles rústicos que lleva debajo del brazo, cruzándole el pecho.

Sube las escalinatas de mármol e ingresa en el hermoso edificio. Recorre pasillos y se planta delante de una puerta altísima. Golpea y se anuncia. Espera con los ojos cerrados, no habrá otra vez se ha dicho a cada paso.

Entra a un amplio salón despojado de muebles, exceptuando aquella mesa del fondo y las cinco sillas ocupadas por cuatro hombres y una mujer, el jurado de admisión.

Próximo a su destino desenvuelve el cuadro, sin mediar saludos ni presentaciones porque ya se conocen, el aspirante y los jueces. Coloca el óleo en un atril que está a su derecha. Mira al jurado que a su vez mira el cuadro.

Transcurren exactamente dos minutos. La mujer, que se  halla sentada en el centro, quita la vista del óleo,  mira a los dos hombres de su derecha, luego mira a los dos hombres de su izquierda. No hay gestos ni palabras.

La mujer toma una pluma y escribe en un formulario. Lo firma y lo extiende al aspirante que lo guarda sin leer; que luego toma el cuadro y lo envuelve sin cuidado en los rústicos papeles, que gira y se retira, sin saludar, hacia la puerta.

En las escalinatas extrae el papel del bolsillo, busca con los ojos el lugar preciso, y lee: rechazado. Es la primavera de 1917. Cruza la plaza desbandando palomas.

Adolfo Hitler se encamina hacia otro destino.



viernes, 17 de octubre de 2008

Mercurio (relato de Ricardo Murúa)


Diccionario Enciclopédico Planeta en diez volúmenes tomo séptimo Editorial Planeta, Madrid, Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Lima, México, Quito, Santiago de Chile, todos los derechos de producción, adaptación y ejecución, reservados para todos los países. 1984, página 3226, Mercurio m .Quím. Metal líquido a la temperatura ordinaria, que en el barrio y en verano llegaba a los 37 grados, con número atómico 80 y de masa atómica Hg 200.61, que a fuerza de constancia y de goteros juntamos en un frasco rescatando las millones de gotitas cuyo punto de ebullición es de 357 grados, que salían del desague de la fábrica de termómetros Franklin ubicada en la esquina de Colpayo y Mendes de Andes y que disuelven con facilidad el oro y la plata, el plomo y los metales alcalinos, y que de acuerdo a lo prometido por el botellero equivalían a 100 pesos por cada kilo reunido en el frasco en desuso de café instantáneo. Al contacto con el aire, el mercurio se altera lentamente recubriéndose de una película gris de óxido mercurioso, que además quedaba adherido a las manos rigurosamente lavadas luego de la tarea que pelaba rodillas y robaba horas a los picados de futbol, mientras que el mineral de mercurio es el cinabrio que en aquella tarde de gloria en el almacén de Don Rogelio movió la aguja de la balanza acusando 1.025 gramos, equivalentes a 102 pesos con 50 centavos, cuyo destino sería discutido en plenario de recolectores de ese elemento que solidifica a –39 grados y toma un parecido muy notable a la plata-, dato este último que me hizo llorar porque cuando el frasco resbaló de las manos de Carlos no hacía esa temperatura inimaginable y redentora, por lo que las gotitas volvieron a la esquina de Colpayo y Mendes de Andes, luego de disociarse a temperaturas más elevadas al golpear en la vereda impedido, eso sí, de ser atacado  por el cloro en frío y el azufre en caliente mientras yo corría a casa, las lágrimas saliendo de los ojos que buscan la información en el tomo LL OC del mencionado texto, porque la información es poder había escuchado y yo que me informaba para poder torcer el destino del frasco cuyos vapores son muy tóxicos, mientras que a pesar de las secreciones salinosas de mis lagrimales, descubría la superficie del planeta mercurio, fotografía obtenida desde el Mariner 10. y la escultura románica de Itálica a la que le faltan la cabeza, los brazos y una pierna, pero tiene los genitales al aire, y mi tristeza por el recuerdo del frasco sano se diluía al considerar que Mercurio no era tan sólo el patrón de los mercados, los mercaderes y las ganancias sino también de las pérdidas, aunque el Planeta no dijera esto último.

El Cometa (Cuento de James Salter)


Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía en blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.

- Yo, Adele- dijo con voz clara-, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…

Detrás de ella, en calidad de primo de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.

En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda despreocupación e indolencia.

Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLerio, su primer marido- Frank, se lamaba-, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad- le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como solía decir- era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.

-Cenaremos bien- había dicho DeLerio muy contento-, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.

La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo- el capitán era de Long Island y se extravió-, DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera abajo.

-¿Sabe algo de navegación?- preguntó el capitán.

-Más que usted-respondió DeLereo.

Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimatum:

-Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.

Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como muchas otras. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor fuera la carta de un restaurante. había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.

Así era él, capaz y tranquilo. había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.

- A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.

-Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.

Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.

Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Todavía era guapa- su cara lo era-, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del piyama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.

- ¿Sabes una cosa?

- ¿Qué?

- He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.

Phil levantó la vista.

- Yo no me estrené tan pronto- reconoció.

- Pues deberías.

- Buen consejo, pero llega un poco tarde.

- ¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?

- Sí.

- Casi no podíamos parar- dijo ella-. ¿Te acuerdas?

- El promedio no está mal.

- Ya, estupendo.

Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor. pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.

Qué sabía Phil: estaba dormido.

 

 

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

- Por el fin de la privacidad y la vida digna- dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

- Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco- dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.

- Es verdad- convino su acompañante.

- ¿Qué es lo que hay que reconsiderar?- quiso saber Phil.

Le respondieron con impaciencia. El engaño, dijeron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.

- Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto?- preguntó inocentemente Phil-. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.

- Esa mujer me robó a mi marido. me robó todo cuanto él había prometido.

- Perdona- dijo Phil en voz baja-. Son cosas que pasan a diario.

Hubo un coro de protestas, las cabezas adelantadas como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó silencio.

- A diario- repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.

- Yo nunca le robaría a otra el marido- dijo entonces Adele-. Jamás.- Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas-. Y jamás rompería una promesa.

- Creo que no lo harías- coincidió Phil.

- Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.

Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.

- Desde luego que no.

-Él abandonó a su mujer- les dijo Adele.

Silencio.

La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.

- Yo no abandoné a mi mujer- dijo en voz queda-. Fue ella la que me echó.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos- continuó Adele.

- No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. –Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro-. Era la profesora de mi hijo-explicó-. Me enamoré de ella.

- Y empezaste una historia con ella-sugirió Morrissey.

- Pues sí.

Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.

- Al cabo de dos o tres días-confesó Phil.

-¿Allí mismo, en tu casa?

Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba abandonando.

- En casa no hice nada.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos-repitió Adele.

- Ya lo sabías- dijo Phil.

- Los dejó plantados. llevaban casados quince años, Desde que él tenía diecinueve.

- No llevábamos quince años casados.

- Tenía tres hijos- precisó Adele-, uno de ellos retrasado.

Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.

- No era retrasado- acertó a decir-. Sólo…tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo.

En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

- Cuéntales el resto- dijo Adele.

- No hay nada que contar.

- Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.

- ¿Es verdad?- preguntó Morrissey.

Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cena con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.

- No tuvo importancia- murmuró Phil.

- pero el muy burro se casa con ella- continuó Adele-. La chica va a Ciudad de México, donde él estaba trabajando, y se casan.

- No entiendes nada, Adele- repuso Phil. Quería añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resuello.

- ¿Todavía hablas con ella?- preguntó Morrissey con toda tranquilidad.

- Sí, sobre mi cadáver -dijo Adele .

Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclinado hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.

- Hablo con ella- admitió.

- ¿Y tu primera mujer?

- También hablo con ella. Tenemos tres hijos.

- La abandonó –dijo Adele-. Es todo un Casanova.

- Hay mujeres que tienen mentalidad de poli –dijo Phil a nadie en particular-. Eso está bien, esto otro no. En fin…-se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida-. pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad, volvería a hacerlo.

Una vez hubo salido, los demás siguieron hablando. la mujer cuyo marido había sido infiel durante siete años sabía qué se sentía.

- Finge que no puede evitarlo –dijo-. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf´s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.

El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele finalmente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.

- ¿Qué estás mirando? –preguntó al fin.

Phil no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:

- El cometa –dijo-. Salía en la prensa. Se supone que hoy es la noche que se ve mejor.

Hubo un silencio.

- No veo ningún cometa –dijo ella.

- ¿No?

- ¿Dónde está?

- Justo ahí encima –señaló él-. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. –Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.

- Vamos, ya lo mirarás mañana –dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

- Mañana no estará. Sólo pasa una vez.

- ¿Y tú cómo sabes dónde estará? –dijo ella-. Vamos, es tarde, marchémonos.

Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas.

Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina.

 

 

Cuento incluido en La Última Noche Ediciones Salamandra  2006

Título original: Last Night   2005

 

jueves, 16 de octubre de 2008

El camión de mudanzas escarlata (Cuento de John Cheever)


Adiós al mortal aburrimiento de repartir un raquítico pollo entre una familia de siete, y a todos los demás ritos de los pueblos de las colinas. No me refiero a las aldeas que de verás están montañas arriba, como Asís, Perugia o Saracinesco, encaramadas sobre un despeñadero de novecientos metros de hondo, con murallas de aquel deprimente color gris de los cartones para camisas y líquenes color mostaza que florecen sobre los vencidos tejados. El terreno, de hecho, era  llano, y las casas de madera. Hablo del este de Estados Unidos, de la clase de lugar donde vive la mayoría de nosotros. El municipio independiente de B________tenía una población de tal vez doscientos matrimonios, todos ellos con perros y niños, y muchos con servicio doméstico; se asemejaba  a una ciudad de las colinas en un solo aspecto, es decir, en los enfermos, los desencantados y los pobres no podían escalar el escarpado sendero moral que constituía su defensa natural, y en que llegado el momento en que cualquiera de sus vecinos caía bajo el virus de la infelicidad o el descontento, consciente de la inutilidad de residir en un paraje de tal altura espiritual, se iba a vivir a la llanura.

La vida era del todo cómoda y tranquila. B________estaba exclusivamente reservado a los dichosos. Las amas de casa besaban con ternura a sus maridos por la mañana y con pasión al anochecer. En casi todos los hogares había amor, benevolencia y abundante esperanza. Las escuelas eran excelentes, las carreteras lisas, perfecto el alcantarillado e impecables los demás servicios públicos. Una tarde de primavera, al ponerse el sol, un inmenso camión de mudanzas, con letras doradas en ambos costados, recorrió la calle y se detuvo delante de la casa Marple, que había estado vacía durante tres meses.

Los tonos dorados y escarlatas del vehículo, que brillaban incluso en el crepúsculo, representaban un inspirado intento de encubrir la genuina melancolía de sus vagabundeos. “Transportes completos o parciales a larga distancia, rezaban las letras de oro de los lados, y la leyenda causaba el mismo efecto que el pitido de un tren lejano. Martha Folkestone, que vivía al lado, observó por una ventana como atravesaban el porche las pertenencias de sus nuevos vecinos.

- Parece un Chippendale auténtico –dijo-, aunque con esta luz no se puede saber. Tienen dos niños. Parecen buena gente. Oh, ojalá pudiera llevarles algo para que se sientan como en casa, ¿Tú crees que les gustarán las flores? Me figuro que podremos invitarlos a una copa. ¿Crees que les apetecerá? ¿Quieres ir a preguntárselo?

Más tarde, cuando ya todos los muebles estaban dentro de la casa y el camión se había marchado, Charlie Folkestone cruzó el césped que separaba las dos viviendas y se presentó él mismo a Peaches (1) y a Gee-Gee. Advirtió lo siguiente: Peaches era como la fruta de idéntico nombre: rubia y cálida, con un vestido muy escotado y una frente luminosa. Gee-Gee habís sido un hombre guapo y quizá seguía siéndolo, aunque sus rizos amarillos raleaban ya. Su rostro era a la vez angelical y amenazador. Nunca había sido boxeador (como Charlie supo luego), pero sus ojos bizqueaba levemente y su frente cuadrada y hermosa parecía hecha con capas de piel cicatrizada. Podía parecer un hombre de aspecto pensativo, hasta que uno se percataba de que, de pensativo, nada. Tenía el aspecto serio y contenido de las personas un poco estúpidas o algo duras de oído.

Les encantaría tomar una copa. Irían enseguida a casa de Charlie. Peaches quería pintarse un poco los labios y dar las buenas noches a los niños, y después irían en el acto. Así lo hicieron, y así comenzó lo que prometía ser una velada inusualmente placentera. Los Folkestone se habían inquietado pensando en cómo serían sus nuevos vecinos, y al encontrar a una pareja tan simpática como Peaches y Gee-Gee se pusieron muy contentos. Como a todo el mundo, les encantaba opinar sobre sus vecinos y, naturalmente, Gee-Gee y su mujer demostraron interés. Era el nacimiento de una nueva amistad, y los Folkestone pasaron  esta vez por alto su proverbial preocupación por el tiempo y la sobriedad. Se había hecho tarde –era más de medianoche-, y Charlie no reparó en la cantidad de whisky que estaban bebiendo ni en el hecho de que Gee-Gee estaba emborrachándose. Cayó en un total silencio –ya no participaba en la conversación-, y de pronto interrumpió bruscamente a Martha con voz tajante y desagradable.

- Dios, qué remilgados son ustedes –dijo.

- ¡Oh, no, Gee-Gee! –exclamó Peaches-. ¡No en nuestra primera noche aquí!

- Ha bebido usted demasiado, Gee-Gee –dijo Charlie.

- Y un cuerno –replicó Gee-Gee. Se agachó y empezó a desabrocharse los zapatos-. Todavía no he bebido ni la mitad de lo que puedo llegar a beber.

- Por favor, Gee-Gee, por favor –suplicó Peaches.

- Tengo que enseñarles, cariño. Tienen que aprender.

Se levantó y, con la maña y la pericia del borracho, se quitó la mayor parte de la ropa antes de que nadie pudiera detenerlo.

- Largo de aquí –ordenó Charlie.

- El placer es mío, vecino –dijo Gee-Gee, y de un puntapié sacó por la puerta un paraguas con empuñadura de cobre que encontró en su camino.

-¡Oh, lo siento muchísimo! –se disculpó Peaches-. ¡Me siento terriblemente avergonzada!

-No tiene importancia, querida –dijo Martha-. Probablemente está muy cansado y todos hemos bebido demasiado.

-Oh, no –dijo Peaches-. Siempre ocurre lo mismo. En todas partes. Nos hemos mudado ocho veces en los últimos ocho años, y nunca ha habido nadie que se haya despedido de nosotros. Ni una sola persona. ¡Oh, era un hombre encantador cuando lo conocí! Imposible encontrar a un hombre tan delicado, fuerte, y generoso. En la universidad lo llamaban el Dios Griego. Por eso le decimos Gee-Gee(2). Jugó dos veces en la selección norteamericana, pero nunca por dinero; siempre jugó porque le salía de dentro. Todo el mundo lo quería. Ahora todo eso se ha acabado, pero me digo a mí misma que hubo un tiempo en que tuve el amor de un hombre bueno. No creo que muchas mujeres hayan conocido ese tipo de amor. Oh, ojalá volviera a ser como antes. Ojalá. Anteayer, cuando estábamos embalando los platos en la otra casa, se emborrachó y yo lo abofeteé, le grité: “¡Vuelve! ¡Vuelve a mí, Gee-Gee!” Pero no me escuchó. No me hizo caso. Ya no hace caso a nadie, ni siquiera a la voz de sus hijos. me pregunto todos los días qué habré hecho para merecer este castigo tan cruel.

-¡Cuánto lo siento, querida!-exclamó Martha.

-No vendrá usted a despedirnos cuando nos vayamos- aseguró Peaches-. Duraremos un año. Espere y verá. Hay gente que organiza fiestas de despedida, pero en el sitio donde vivimos hasta el basurero se alegró de que nos fuéramos.

Con una gracia y resignación que trascendía la malograda reunión, se puso a recoger las ropas que su marido había diseminado por la alfombra.

-Cada vez que nos mudamos, pienso que el cambio le vendrá bien- agregó-. Al llegar aquí esta noche, esto parecía tan bonito y tranquilo que pensé que podría cambiarlo. En fin, no es preciso que vuelvan a invitarnos. Ya han visto lo que ocurre.

Pocos días después, o quizá una semana más tarde, Charlie vio a su vecino en el andén de la estación y comprobó que tenía muy buen aspecto cuando estaba sobrio. B______ no era un lugar que se conquistase fácilmente, pero Gee-Gee parecía haberse ganado ya el afectuoso respeto de sus convecinos. Mientras lo contemplaba de pie al sol entre los demás viajeros, Charlie comprendió que el recién llegado sería invitado a participar en todo. Gee-Gee saludó cordialmente a Charlie, y en él no quedaba rastro del mal carácter que había mostrado aquella noche. En efecto, resultaba imposible creer que aquel hombre encantador y bien parecido se hubiera comportado de un modo tan ofensivo. A la luz de la mañana, y rodeado de nuevos amigos, parecía constituir un desafío a la memoria. Casi daba la impresión de que el reproche recaía sobre Charlie.

Las disposiciones para la iniciación mundana de la nueva pareja fueron insólitamente rápidas y complicadas, y dieron comienzo con una cena en casa de los Waterman. Charlie estaba allí cuando Peaches y Gee-Gee aparecieron, e hicieron una entrada majestuosa. Cogidos del brazo, radiantes, en el momento de su entrada pareció que realzaban la velada. Había mucha gente en la fiesta, y Charlie apenas volvió a verlos hasta que se sentaron a la mesa. Iban por la mitad de los postres cuando sonó, como una orden de desfile el exabrupto brusco y desagradable de Gee-Gee en medio de la conversación general:

-¡Maldita pandilla de gente estirada!- exclamó-.Vamos a poner un poco de alegría en la conversación, ¿no?

Saltó al centro de la mesa y empezó a cantar una canción obscena y a bailar una giga. Las mujeres chillaron. Los platos se volcaron y se rompieron. Se echaron a perder vestidos. Peaches suplicó a su díscolo marido. Su escandalosa actuación hizo que en el comedor sólo quedaran Charlie y su ruidoso vecino.

-Bájese de ahí, Gee-Gee- dijo Charlie.

-Tengo que enseñarles- respondió el otro-. Darles una lección.

-Pues no está enseñando nada a nadie, como sea que está usted borracho como una cuba.

.Tienen que aprender- insistió Gee-Gee-. Tengo que enseñarles.

Bajó de la mesa, rompiendo unos cuantos platos más; luego se dirigió tambaleándose a la cocina, donde abrazó a la cocinera, y finalmente salió a la oscuridad de la noche.

 

 

Podría haberse pensado que el incidente habría escarmentado a una comunidad mundana, pero a Gee-Gee le fue concedida una insólita indulgencia. Gustaba a todo el mundo, y siempre existía la posibilidad de que se enmendase. Su encantadora figura desarmaba a sus enemigos a la luz del nuevo día, pero su actitud empezó a parecer cada vez más un señuelo para colarse en las casas a romper vajillas. Él no quería perdón, y si por ventura entendía que no había ultrajado la sensibilidad de sus anfitriones, aumentaba y extremaba sus escándalos. Nadie había visto nunca nada parecido. Se desnudó en casa de los Bilker. En la de los Levy lanzó por los aires un bol de queso blanco. bailó en calzoncillos una danza escocesa., pegó fuego a más de una papelera y se columpió en la araña de los Townsend, la célebre araña. Al cabo de seis semanas, no era bien recibido en ninguna casa del vecindario.

Los Folkestone seguían viéndolo, por supuesto: lo veían en el jardín por la noche y charlaban con él a través del seto. A Charlie le trastornaba en gran medida el espectáculo de alguien tan rápidamente caído en desgracia, y le hubiera gustado ayudarlo. Él y Martha hablaron con Peaches, pero ésta había perdido toda esperanza. No comprendía qué le pasaba a su adonis, y su inteligencia no llegaba más lejos. De vez en cuando, algún candoroso forastero de la ciudad vecina o tal vez algún recién llegado sentía simpatía por Gee-Gee y lo invitaba a cenar. Su actuación era siempre la misma, y siempre había platos rotos. Los Folkestones eran sus vecinos- había ese antiguo vínculo- y Charlie pensaba que podía salvar al descarriado. Cuando Gee-Gee y Peaches se peleaban, a veces ella telefoneaba a Charlie y le pedía protección. Fue a su casa una noche de verano después de haberlo llamado ella por teléfono. La disputa había concluido; Peaches leía un libro en el comedor, y Gee-Gee se hallaba sentado a la mesa con un vaso en la mano. Charlie se instaló a su lado.

-Gee-Gee.

-¿Qué?

-¿Vas a dejar de beber?

-No

-¿Irás a ver a un psiquiatra?

-¿Para qué? Me conozco. Lo único que tengo que hacer es llegar hasta el final.

-¿Irás a ver a un psiquiatra si yo te acompaño?

-No

-¿Vas a hacer algo para ayudarte?

-Tengo que enseñarles.

Entonces echó hacia atrás la cabeza y sollozó: “Oh, Dios mío…”

Charlie se apartó. Dio la impresión de que en aquel instante Gee-Gee acababa de oír, en alguna recóndita región de sus adentros, el sonido de una lejana trompeta que profetizaba el modo y la hora de su muerte. Aquel hombre parecía poseer una enorme autenticidad. Folkestone experimentó un gran alivio. Creyó entender el mensaje del borracho; siempre lo había captado. Allá en el fondo de la amistad entre ambos, Gee-Gee era un abogado de los lisiados, los enfermos, los pobres; de todos aquellos que sin ninguna culpa vivían una existencia miserable y dolorosa. A los dichosos, los bien nacidos y los ricos, debía decirles esto: que precisamente porque tenían cariño, comodidades y privilegios, no debían serles ahorrados los aguijonazos de la rabia y el deseo, ni tampoco las ansias y las agonías de la muerte. Gee-Gee sólo quería advertirles que estuvieran preparados para el golpe cuando sobreviniera. Pero ¿no era acaso posible aceptar esta verdad sin que Gee-Gee tuviese que bailar la giga en las salas de sus vecinos? Difundía el mensaje del sufrimiento en la vida, pero ¿era necesario sufrirlo en carne propia para aceptar dicho mensaje? Eso parecía.

-Gee-Gee- dijo Charlie.

-¿Qué?

-¿Qué estás intentando enseñarles?

-No lo sabrás nunca. Tú también eres un maldito remilgado.

 

 

Ni siquiera duraron un año. En noviembre les hicieron una oferta razonable por la casa, y la vendieron. Regresó el camión de mudanzas, dorado y escarlata, y cruzaron la frontera del estado hasta la ciudad de Y_______, donde compraron otra casa. Los Folkestone se alegraron de que se marcharan. Una pareja joven y formal ocupó su lugar y todo volvió a ser como antes. Rara vez se acordaban de ellos. Pero por unos amigos Charlie se enteró, el invierno siguiente, de que Gee-Gee se había roto la cadera jugando al rugby un día o dos antes de Navidad. Por alguna razón no olvidó esta circunstancia, y un domingo por la tarde en que no tenía nada mejor que hacer preguntó al servicio de información telefónica el número de su antiguo vecino y lo llamó para informarle que iría a verlo para tomar una copa. Gee-Gee rugió de entusiasmo y le indicó a Charlie cómo llegar a su casa.

El trayecto fue largo, y a medio camino Charlie se preguntó por qué iba. Y____era, socialmente, bastante inferior a B____. La vivienda se hallaba en una urbanización, y el constructor no se había limitado a edificar algo feo: había erigido una comunidad de ventanas rectilíneas que parecía una colonia penitenciaria. Las calles llevaban nombre de universidades: calle de Princeton, de Yale, de Rutgers…Sólo se habían vendido unas cuantas casas, y la de Gee-Gee estaba rodeada de viviendas vacías. Charlie llamó al timbre y oyó a su amigo gritándole que entrara. La casa estaba patas arriba, y mientras él se quitaba el abrigo, Gee-Gee recorrió lentamente el pasillo medio subido en un cochecillo de juguete que impulsaba con ayuda de una muleta. Una dura escayola recubría su cadera y su pierna derecha.

-¿Dónde está Peaches?

-En Nassau. Ella y los niños han ido a Nassau a pasar las navidades.

-¿Y te han dejado solo?

-Yo quise que se marcharan. Los obligué a irse. No pueden hacer nada por mí. Me arreglo muy bien con este cochecito. Si tengo hambre, me preparo un bocadillo. Yo les dije que se fueran. Los obligué. Peaches necesitaba unas vacaciones, y a mí me gusta estar solo. Ven al cuarto de estar y sírveme una copa. No puedo sacar los cubitos de hielo; es casi lo único que no puedo hacer. Puedo afeitarme, meterme en la cama y todo eso, pero no consigo sacar el hielo.

Charlie sacó varios cubitos. Le alegró tener algo que hacer. La imagen de Gee-Gee  en su coche de juguete le había conmocionado, y notó que en la casa reinaba una tranquilidad aterradora. Por la ventana de la cocina divisó fila tras fila de viviendas feas y vacías. Tuvo la sensación de que un terrible melodrama se aproximaba a su momento culminante. pero en el cuarto de estar Gee-Gee estuvo sumamente encantador, y su sonrisa y su voz prestaron a la tarde un momentáneo equilibrio. Charlie le preguntó si no podía contratar a una enfermera que se ocupase de él. ¿No podía encontrar a nadie que lo hiciera? ¿No podía por lo menos alquilar una silla de ruedas? Gee-Gee rechazó riendo todas esas sugerencias. Se sentía a gusto. Peaches le había escrito desde Nassau; lo estaba pasando maravillosamente.

Charlie creyó que Gee-Gee los había obligado a marchare. Por encima de todo, era este detalle el que convertía la situación en horrorosa. Naturalmente, a Peaches le habría gustado ir a Nassau, pero jamás hubiera insistido. Su inocencia era tanta, que jamás había soñado ni mucho menos ansiado viajar. Gee-Gee habría porfiado para que se fuese; le habría descrito el viaje de una manera tan tentadora que ella, en su inocencia, no debía de haber de haber podido resistir la tentación. ¿Quería él de verdad que lo dejaran solo, borracho e inválido, en una casa aislada? ¿Necesitaba sentirse abandonado? Daba esa impresión. El desorden de la casa y la imagen de su mujer y sus hijos corriendo como el viento por una playa de coral parecían una feliz invención: una especie de triunfo.

Gee-Gee encendió un cigarrillo y, olvidándolo, encendió otro, y dejó caer tan imprudentemente las cerillas que Charlie pensó que un día u otro Gee-Gee podía fácilmente provocar un incendio. Al levantarse de su cochecito para tomar asiento en una silla, estuvo a punto de caerse, y, caído en el suelo y solo, podía muy bien morirse de hambre y de sed allí, en su propia alfombra. pero tal vez había aquella destreza del borracho en su torpeza, en su modo de jugar con el fuego. Sorió levemente al advertir la mirada de Charlie.

-No te preocupes por mí- le dijo-. No me pasará nada. Tengo un ángel de la guarda.

-Eso cree todo el mundo.

-Bueno, pero yo lo tengo.

Fuera había comenzado a nevar. El cielo invernal estaba encapotado, y pronto oscurecería. Charlie comentó que tenía que irse.

-Siéntate- dijo Gee-Gee-. Siéntate y toma otra copa.

La conciencia de Charlie lo retuvo allí un momento más. ¿Cómo podía abandonar de golpe a un amigo- a un antiguo vecino, cuando menos- en peligro de muerte? Pero no tenía alternativa: su familia lo esperaba y debía marcharse.

-No te preocupes por mí- dijo Gee-Gee cuando Charlie se ponía ya el abrigo-. Tengo mi ángel.

Era más tarde de lo que Charlie pensaba. Nevaba intensamente y tenía por delante dos horas de camino por tortuosas carreteras secundarias. había una pequeña elevación del terreno en las afueras de Y____, y la nieve reciente era tan resbaladiza que le costó trabajo subir la colina. Y había otras aún más empinadas. Sólo le funcionaba un limpiaparabrisas, los copos cubrieron rápidamente el cristal, dejándole únicamente una pequeña abertura al mundo. La nieve se abalanzaba sobre los faros a un ritmo mareante, y en un punto en que la carretera se estrechaba, el coche patinó hasta el arsén, y Charlie tuvo que forzar el motor durante diez minutos para recuperar otra vez el control. Era aquél un paraje solitario –a kilómetros de cualquier casa-, y hubiera tenido que emprender una caminata sobre tierra embarrada con simples mocasines.  El coche resbalaba y zigzagueaba en todas las colinas, y se diría que las rebasaba por un estrechísimo margen de suerte.

Dos horas después, Charlie seguía aún lejos de casa. La nieve era tan densa que conducir el coche era tan arduo como la navegación más arriesgada. Tardó tres horas en volver, y al llegar a la paz y oscuridad de su garaje estaba cansado, cansado e infinitamente agradecido. Marthay los niños ya habían cenado, y ella quería visitar a los Lissom para comentar ciertos asuntos sobre la dirección de la escuela. Él le dijo que la carretera estaba en malas condiciones,  y como la distancia era corta, Martha decidió ir a pie. Charlie encendió el fuego en la chimenea y se sirvió un trago y los niños se sentaron con él a la mesa mientras cenaban. Los domingos por la noche, después de la cena, los Folkestone formaban –o trataban de formar un trío- Charlie tocaba el clarinete, su hija el piano y su hijo mayor la flauta tenor. El pequeño todavía gateaba. Aquel domingo interpretaron adaptaciones simples de música del siblo XVIII en el más placentero clima hogareño .Felicitándose mutuamente cuando atacaban los fragmentos más difíciles y extendiendo la música lo mejor de su relación. Estaban tocando una sonata de Vivaldi cuando sonó el teléfono. Charlie supo inmediatamente quién era.

-Charlie, Charlie –dijo Gee-Gee-. Santo Dios, estoy en un aprieto. En cuanto te has marchado, me he caído del maldito cochecito. He tardado dos horas en llegar al teléfono. Tienes que venir. Nadie más puede hacerlo. Eres mi único amigo. Tienes que venir. ¿Charlie? ¿Me oyes?

Seguramente fue la extraña expresión que se dibujó en el rostro de Charlie lo que hizo llorar al bebé. Su hermana lo cogió en brazos y miró fijamente a su padre, lo mismo que el otro chico. Parecían enteramente conscientes de la situación, de cada detalle de la misma, y lo miraban con sosiego, como si esperasen que él tomara una decisión que no tenía nada que ver con la continuación de una velada agradable en una casa aislada por la nieve; una decisión, no obstante, que ejercería un profundo efecto sobre el conocimiento que tenían sobre su padre y sobre la futura felicidad de la familia.  Ël pensó que era miradas claras y suplicantes, e hiciera lo que hiciese sería algo decisivo.

-¿Me oyes Charlie? ¿Me oyes? Me ha costado casi dos malditas horas arrastrarme hasta el teléfono. Tienes que ayudarme. Nadie más vendrá.

Charlie colgó. Gee-Gee debió de oir el sonido de su respiración y el llanto del bebé, pero  Charlie no había dicho una palabra. No dio explicaciones a sus hijos, ni tampoco ellos se la pidieron. Lo sabían todo. Su hija volvió a sentarse al piano, y cuando el teléfono sonó otra vez y Charlie no contestó, nadie hizo pregunta alguna respecto del timbre que llamaba. Cuando dejó de sonar, parecieron sentirse dichosos y aliviados, e interpretaron Vivaldi hasta las nueve, por el que Charlie los envió a la cama.

Se sirvió una copa para amortiguar el sentimiento de que allí había habido cierta expresión emocional, de que una especie de violencia había estremecido el aire. No sabía exactamente qué había hecho ni cómo afrontar la voz de su conciencia. Se lo contaría a Martha, en cuanto ella volviese, pensó. Sería un paso hacia la comprensión de lo que acababa de hacer. Pero Martha regresó y Charlie no le dijo nada. Temió que si la ponía al corriente del problema la inteligencia de su esposa no hiciera sino confirmar su culpa. “Pero ¿por qué no me has telefoneado a casa de los Lisson? –habría preguntado-. Yo hubiera vuelto a casa y tú podrías haber cogido el coche.” Era una mujer demasiado compasiva para aceptar cruzada de brazos, cómo él estaba haciendo, la idea de que un amigo, un vecino, yacía en su casa moribundo. Martha subió directamente. Ël se sirvió un poco más de whisky. Si hubiera telefoneado a los Lisson, si ella hubiera regresado a cuidar a los niños para que él pudiera ir a ayudar a Gee-Gee ¿podría haber hecho el viaje de vuelta con semejante nevada? Podría haber puesto las cadenas en los neumáticos, pero ¿dónde estaban? ¿en el automovil o en el sótano? No lo sabía. No las había usado ese año. Pero quizá para entonces ya hubieran despejado las carreteras. Tal vez había acabado la tormenta. Esta última y angustiosa posibilidad lo puso enfermo. ¿Le habría traicionado el cielo? Encendió la luz de fuera y, a regañadientes, vacilante, se acercó a la ventana.

La nieve limpia despidió un centelleo zalamero y el rayo de luz resplandeció en la atmósfera vacía y apacible. Probablemente había dejado de nevar pocos minutos después de que él hubo entrado en su casa. ¿Cómo podía haberlo sabido él? ¿Cómo podía exigírsele que tuviera en cuenta los caprichos del tiempo? ¿ Y qué decir de aquella mirada de los niños, tan severa, tan clara, tan afirmativa de que a aquella hora le correspondía estar con ellos, y no socorriendo a borrachos que habían perdido la oportunidad de ser tomados en serio?

Entonces lo asaltó la imagen de Gee-Gee, abrumadoramente desvalido, y recordó a Peaches de pie en la entrada del domicilio de los Waterman, gritando: “¡Vuelve! ¡Vuelve a mí!” Invocaba al hombre joven que Charlie no había conocido, pero resultaba fácil imaginar cómo habría sido: equilibrado, alegre, generoso, fuerte…¿Y por qué se había ido al traste todo aquello? “¡Vuelve! ¡Vuelve!” Peaches parecía invocar la dulzura de un día de verano. Rosales en flor, puertas y ventanas abiertas al jardín. Su voz abarcaba todo aquello; era como la ilusión de una casa abandonada a la luz de los últimos rayos de sol. Una mansión desmoronándose, una casa encantada para los niños y un quebradero de cabeza para la policía y los bomberos, aunque al ver sus resplandecientes ventanas a la puesta del sol, uno podría creer que sus antiguos habitantes han vuelto. La cocinera pasa el rodillo sobre la pasta en la cocina. El olor del pollo sube por la escalera trasera. Las habitaciones del frente están ya dispuestas para recibir a los niños y a sus muchos amigos. Un fuego de carbón arde en la chimenea. Después, a medida que la luz se retira de las ventanas, la auténtica fealdad del lugar resurge en el crepúsculo con renovada fuerza, y conformes las notas de aquel verano de hace tanto tiempo abandonaban la voz de Peaches, va haciéndose imperceptible la irrevocable, desesperada confusión en su rostro inocente. “¡Vuelve! ¡Vuelve!” Charlie se sirvió un poco más de whisky, y al llevarse el vaso a la boca, oyó que cambiaba el viento y vio –la luz de fuera seguía encendida- que los copos caían girando de nuevo, con el vengativo torbellino de la ventisca. La carretera era intransitable; no podría haber hecho el viaje. El cambio de tiempo le habría procurado una dulce absolución, y contempló la nieve con una sonrisa de amor, pero siguió en pie hasta las tres de la mañana, aferrado a la botella.

A la mañana siguiente, Charlie tenía los ojos inyectados en sangre y temblaba; a las once se escabulló de la oficina y se tomó dos martinis. Bebió otros dos antes del almuerzo, otros más a las cuatro y dos en el tren, y llegó a cenar a casa haciendo eses. Las consecuencias del exceso de bebida nos resultan familiares a todos nosotros; aquí sólo nos interesa el lado humano del caso, y Martha se vio por fin impulsada a hablar con él. Lo hizo con muchísima suavidad.

-Estás bebiendo mucho, cariño- dijo -. Has estado bebiendo demasiado las tres últimas semanas.

-Lo que yo beba o no es asunto mío. Ocúpate de tus cosas y yo me ocuparé de las mías.

La cosa fue a peor, y ella tenía que hacer algo. Acudió a ver al párroco en busca de consejo: era un joven de buena presencia, que practicaba la psicología y la liturgia. La escuchó comprensivamente.

-He pasado esta tarde por la casa del párroco- dijo esa noche Martha al volver a casa-, y he hablado con el padre Hemming. Le ha extrañado que no fueras a la iglesia y quiere hablar contigo. Es un hombre tan guapo –añadió, intentando que lo que acababa de decir no pareciese algo planeado-, que me preguntó por qué no se habrá casado.

Borracho, como de costumbre, Charlie llamó a casa del párroco.

-Oiga, padre –dijo-. Mi mujer me dice que usted la ha estado entreteniendo esta tarde. Pues bien, no me gusta. Más vale que le quite las manos de encima, ¿entendido? Ese condenado traje negro que usted lleva no e impresiona gran cosa. Apártese de mi mujer o le reventaré su hermosa naricita.

Acabó por perder su empleo, tuvieron que mudarse e iniciaron su peregrinaje, como Peaches y Gee-Gee en el camión dorado y escarlata.

¿Y qué ocurrió con Gee-Gee?, ¿qué fue de él? Aquel ebrio ángel de la guarda, alborotado el pelo y las cuerdas de su arpa rotas, al parecer revoloteaba aún por encima de donde Gee-Gee yacía. Después de haber telefoneado a Charlie aquella noche llamó a los bomberos. Llegaron al cabo de ocho minutos justos, con un repiqueteo de campanas y un aullido de sirenas. Lo acostaron, le sirvieron un trago y uno de los bomberos, que no tenía otra cosa que hacer, se quedó haciéndole compañía hasta que Peaches volvió de Nassau. El bombero y el enfermo se lo pasaron espléndidamente, comiendo todos los filetes del congelador y bebiendo más de un litro de bourbon todos los días. Gee-Gee ya era capaz de caminar cuando regresaron Peaches y los niños; Abandonó aquella vida desordenada, para la cual parecía mucho más capacitado que su vecino Charlie, pero una vez más tuvieron que mudarse al final de aquel año y, al igual que los Folkestone, desaparecieron de las ciudades de las colinas.

 

 

 

(1)   Peaches,”melocotones”

(2)   Gee-Gee, “Greek God”

Relato incluido en “Relatos II” John Cheever. Edit. Emece. 2006

El título original es “The Stories Of John Cheever” 1947