lunes, 18 de mayo de 2009

Un día de trabajo (relato de Truman Capote)


 

Escenario: Una lluviosa mañana de abril de 1979. Camino por la Segunda Avenida de la ciudad de Nueva York, cargado con un capacho de hule para la compra lleno de artículos de limpieza que pertenecen a Mary Sánchez, quien va a mi lado tratando de mantener un paraguas por encima de los dos, lo que no es difícil, pues es mucho más alta que yo: mide seis pies.

Mary Sánchez es una asistenta que trabaja por horas, a cinco dólares la hora, seis días a la semana. Trabaja aproximadamente nueve horas al día, y visita una media de veinticuatro domicilios distintos entre lunes y viernes; por lo general, sus clientes sólo requieren sus servicios una vez a la semana.

Mary tiene cincuenta y siete años, nació en un pequeño pueblo de Carolina del Sur y ha «vivido en el Norte» durante los últimos cuarenta años. Su marido, puertorriqueño, murió el verano pasado. Tiene una hija casada que vive en San Diego y tres hijos, uno de los cuales es dentista, otro que está cumpliendo una condena de diez años por robo a mano armada, y un tercero que «sencillamente se ha ido, Dios sabe a dónde. Me llamó la pasada Navidad, parecía muy lejos. Le pregunté: ¿dónde estás, Pete?, pero no me contestó, de modo que le dije que su papá había muerto, y él contestó que bueno, que era el mejor regalo de Navidad que podía hacerle, así que colgué el teléfono de golpe y espero que no vuelva a llamar nunca. Escupir de esa manera en la tumba de papá. Bueno, es cierto que Pedro no fue bueno con los chicos. Ni conmigo. No hacía más que emborracharse y jugar a los dados. Se iba con mujeres malas. Lo encontraron muerto en un banco del Central Park. Tenía una botella casi vacía de Jack Daniels en una bolsa de papel sujeta entre las piernas; aquel hombre sólo bebía lo mejor. Con todo, Pete se pasó al decir que se alegraba de la muerte de su padre. Le debía el don de la vida, ¿no es cierto? Y yo también le debía algo a Pedro. Si no hubiera sido por él, seguiría siendo una baptista ignorante, perdida para el Señor. Pero cuando me casé, lo hice por la iglesia católica, y la iglesia católica llevó un resplandor a mi vida que nunca ha desaparecido ni lo hará jamás, ni siquiera cuando yo muera. Crié a mis hijos en la fe; dos me salieron bien buenos, y de ello doy más crédito a la iglesia que a mí misma».

Mary Sánchez es fuerte, pero tiene una cara redonda, pálida y suave, con una nariz algo respingona y un bonito lunar en la mejilla izquierda. No le gusta el término «negro», aplicado en forma racial. «Yo no soy negra. Soy castaña. Una mujer de color castaño claro. Y le diré algo más. No conozco a mucha otra gente de color que les guste que les llamen negros. Quizás a algunos jóvenes. Y a esos radicales. Pero no a gente de mi edad, ni aun a los que tienen la mitad de mis años. Ni a la gente que son negros de verdad les gusta. ¿Qué tienen de malo los negros? Yo soy negra y católica, y estoy orgullosa de afirmarlo.»

Conozco a Mary Sánchez desde 1968, y ha trabajado periódicamente para mí durante todos estos años. Es concienzuda, y se toma un interés más que circunstancial por sus clientes, a bastantes de los cuales apenas ha visto o no conoce en absoluto, porque muchos de ellos son trabajadores solteros y mujeres que no están en casa cuando ella va a limpiarles el piso; se comunica con ellos, y ellos con ella, por medio de notas: «Mary, por favor, riegue los geranios y dé de comer al gato Espero que se encuentre bien. Gloria Scotto.»

Una vez le sugerí que me gustaría seguirla durante el transcurso de un día de trabajo, y ella dijo que de acuerdo, que no veía nada malo en ello y que, en realidad, disfrutaría de mi compañía: «A veces, éste puede ser un trabajo bastante solitario.»

Y por eso es por lo que caminamos juntos en esta mañana de abril pasada por agua.

TC: ¿Qué demonios lleva usted en este capacho?

Mary: Vamos, démelo. No quiero que maldiga.

TC: No. Lo siento. Pero pesa.

Mary: Quizá sea la plancha.

TC: ¿Plancha usted la ropa? Nunca plancha la mía.

Mary: Es que alguna de esa gente no tiene utensilios Por eso tengo que cargar con tantas cosas. Yo les dejo notas: compre esto, compre lo otro. Pero se olvidan. Es como si toda mi gente estuviera absorta en sus problemas. Como ese míster Trask, a cuya casa vamos. Lo tengo desde hace siete u ocho meses, y aún no lo conozco. Pero bebe demasiado, su mujer lo abandonó por eso y debe facturas en todas partes, y si alguna vez contesto al teléfono, es alguien que trata de cobrar. Sólo que ahora le han cortado el teléfono.

(Llegamos a la dirección, y de su bolso de bandolera saca un enorme aro metálico en el que tintinean docenas de llaves. El edificio, de color pardo rojizo, tiene cuatro pisos con un ascensor diminuto.)

TC (después de entrar y echar una ojeada al piso de Trask Una habitación de gran tamaño con verduzcas paredes de color arsénico, una cocina pequeña y un cuarto de baño con un retrete roto que mana constantemente): Hmm. Ya entiendo lo que quiere decir. Este tipo tiene problemas.

Mary (abriendo un armario viscoso y lleno de ropa para lavar con olor a sudor): ¡Ni una sábana limpia en esta casa! ¡Y mire esa cama! ¡Mayonesa! ¡Chocolate! Migas, migas, chicle, colillas de cigarrillos. ¡Lápiz de labios! ¿Qué clase de mujer estaría dispuesta a meterse en una cama como ésta? No he podido cambiar las sábanas durante semanas. Meses.

(Enciende varias lámparas con las pantallas torcidas; y mientras se afana en organizar el desorden circundante, observo la estancia con mayor cuidado. En realidad, parece que un ladrón la hubiese saqueado, dejando algunos cajones de la cómoda abiertos y otros cerrados. Encima de la cómoda hay una fotografía con marco de cuero de un hombre rechoncho y moreno y de una rubia desdeñosa de la Júnior League[1], y de tres chicos pelirrubios, sonrientes, dentones y tostados por el sol, el mayor de unos catorce años. Sujeta en un espejo empañado, hay otra fotografía sin marco: otra rubia, pero, sin duda, no de la Júnior League, quizás un ligue de Maxwell's Plum; me figuro que el lápiz de labios de las sábanas de la cama será de ella. Un ejemplar del número de diciembre de la revista True Detective yace en el suelo, y en el cuarto de baño, junto al retrete, incesantemente agitado, hay un montón de revistas de chicas, Penthouse, Hustler, Oui: aparte de eso, parece haber una total ausencia de pertenencias culturales. Pero por todas partes hay centenares de botellas de vodka vacías: del tipo de miniaturas que sirven en las líneas aéreas.)

TC: ¿Por qué cree usted que sólo bebe esas miniaturas?

Mary: Quizá porque no puede comprar nada mayor. Sólo compra lo que puede. Tiene un buen trabajo, si es que logra conservarlo, pero su familia lo tiene arruinado.

TC: ¿En qué trabaja?

Mary: En aviación.

TC: Eso lo explica. Esas botellitas las consigue gratis.

Mary: ¿Sí? ¿Y cómo? No es camarero. Es piloto.

TC: ¡Oh, Dios mío!

(Suena un teléfono con un ruido amortiguado, porque el aparato está hundido bajo una manta arrugada. Con expresión malhumorada y las manos jabonosas de agua de fregar, Mary lo desentierra con delicadeza de arqueólogo.)

Mary: Se lo deben haber conectado otra vez. ¿Diga? (Silencio.) ¿Diga?

Voz de Mujer: ¿Quién es ahí?

Mary: Esto es la residencia de míster Trask.

Voz de Mujer: ¿La residencia de míster Trask? (Carcajada; luego, en tono altanero): ¿Con quién hablo?

Mary: Soy la doncella de míster Trask.

Voz de Mujer: Conque míster Trask tiene doncella, ¿eh? Vaya, eso es más de lo que tiene la señora Trask. ¿Querría la doncella de míster Trask decirle, por favor, a míster Trask que a la señora Trask le gustaría hablar con él?

Mary: No está en casa.

Señora Trask: No me diga eso. Póngame con él.

Mary: Lo siento, señora Trask. Creo que está volando.

Señora Trask (con amarga alegría): ¿Volando? Siempre está volando. Siempre.

Mary: Quiero decir que está trabajando.

Señora Trask: Dígale que me llame a casa de mi hermana en Nueva Jersey. Que me llame nada más llegar, si es que sabe lo que le conviene.

Mary: Sí, señora. Le dejaré el recado. (Cuelga.) Tiene mal genio, la mujer. No es raro que él esté en esas condiciones. Y ahora está fuera, trabajando. Me pregunto si me habrá dejado mi dinero. Aja. Ahí está. Encima de la nevera.

(En forma sorprendente, al cabo de una hora se las ha arreglado de alguna manera para ocultar el caos y dar a la estancia un aspecto no enteramente ordenado, pero sí medianamente respetable. Con un lápiz garabatea una nota y la sujeta contra el espejo de la cómoda: «Querido míster Trask, su mujer quiere que la llame a casa de su hermana sinceramente Mary Sánchez.» Luego suspira, se sienta en el borde de la cama y de su bolso de mano saca una cajita de hojalata que contiene un surtido de canutos de marihuana; selecciona uno, lo encaja en una boquilla y lo enciende, inhalando profundamente, reteniendo el humo en los pulmones y cerrando los ojos. Me ofrece uno.)

TC: Gracias. Es demasiado pronto.

Mary: Nunca es demasiado pronto. De todos modos, tiene que probar este material. Mucho cojones[2]. Me lo regaló una clienta, una señora realmente católica; está casada con un tipo del Perú. Se lo manda su familia. Directamente por correo. Nunca lo utilizo para colocarme. Sólo lo suficiente como para levantar un poco el ánimo. Esa pesadez. (Da chupadas al petardo hasta que casi le quema los labios) Andrew Trask. Pobre diablo asustado. Podría terminar como Pedro. Muerto en el banco de un parque, sin nadie a quien le importe. No es que a mí no me importara aquel hombre. Últimamente me sorprendo recordando los buenos tiempos que pasé con Pedro, y supongo que eso es lo que le pasará a la mayoría de las personas que hayan amado alguna vez a alguien y lo hayan perdido; se borra lo malo y uno piensa en las buenas cosas que tenían, en lo que te gustaba de ellos al principio. Pedro, el joven de quien me enamoré, bailaba divinamente, ¡oh!, sabía el tango, sabía la rumba, me enseñó los movimientos y me hacía bailar hasta caerme. Éramos habituales del salón de baile del Savoy. Iba arreglado y era limpio; incluso cuando le dio por la bebida siempre llevaba las uñas cortadas y arregladas. Y sabía cocinar cualquier cosa. Así se ganaba la vida, como cocinero de platos rápidos. He dicho que nunca hizo nada bueno por los chicos; pero les preparaba las cestas de comida que llevaban al colegio. Toda clase de bocadillos envueltos en papel encerado. Jamón, manteca de cacao y gelatina, huevos en ensalada, bonito, y fruta, manzanas, plátanos, peras, y un termo de leche caliente mezclada con miel. Resulta doloroso imaginárselo ahí, en el parque, y pensar que no lloré cuando la policía se presentó a decírmelo; que nunca lloré. Debería haberlo hecho. Se lo debía. También le debía un puñetazo en la mandíbula.

Voy a dejarle las luces encendidas a míster Trask. No tiene sentido que vuelva a casa y se encuentre con una habitación a oscuras.

(Cuando salimos del edificio, la lluvia había cesado, pero el cielo estaba revuelto y se había levantado un viento que lanzaba basura a las alcantarillas y causaba que los viandantes se calaran el sombrero. Nuestro destino estaba a cuatro manzanas; un modesto pero moderno edificio de pisos con un portero uniformado, domicilio de miss Edith Shaw, una joven de unos veinticinco años que formaba parte de la plantilla de redacción de una revista. «Una especie de revista de actualidad. Debe tener cerca de mil libros. Pero no tiene aspecto de ratón de biblioteca. Es una chica muy maja, y tiene muchos novios. Demasiados; sencillamente, parece que no puede quedarse mucho tiempo con mi solo tipo. Somos amigas porque... Una vez llegué a su casa y estaba muy enferma. Acababa de abortar. Normalmente, no tolero eso; va contra mis creencias. Le pregunté que por qué no se había casado con aquel hombre La verdad era que ella no sabía con quién casarse; no sabía quién era el padre. Y, de todas formas, lo último que quería era un marido o un crío».)

Mary (inspeccionando el ambiente desde la puerta abierta del piso de dos habitaciones de miss Shaw): Aquí no hay mucho que hacer. Quitar un poco el polvo. Lo tiene bien arreglado. Fíjese en todos esos libros. Del suelo hasta el techo no hay otra cosa que libros.

(Excepto por las atestadas estanterías, el piso era atrayentemente parco, blanco y luminoso, como escandinavo. Había una antigüedad: un escritorio de tapa corrediza con una máquina de escribir encima; miré lo que había escrito en ella:

«Zsa Zsa Gabor tiene
305 años
Lo sé
Pues le conté
Los anillos.»

Y tres espacios más abajo, escrito en la máquina:

«Sylvia Plath, te odio a ti
Y a tu maldito papi.
Me gustaría, ¿me oyes?
¡Me gustaría que me metieras
La cabeza
En un horno calentado a gas!»)

TC: ¿Es poetisa miss Shaw?

Mary: Siempre está escribiendo algo. No sé qué es. Lo que he visto, a mí me suena a droga. Venga, quiero enseñarle algo.

(Me lleva al cuarto de baño, una estancia sorprendentemente amplia y resplandeciente. Abre la puerta de un armarito y señala un objeto en un estante: un consolador de plástico rosa moldeado en forma de un pene de tamaño normal.)

¿Sabe qué es eso?

TC: ¿Usted no?

Mary: Yo soy la que pregunta.

TC: Es un consolador en forma de pene.

Mary: Sé lo que es un consolador. Pero nunca he visto uno como ése. Dice: «Hecho en Japón.»

TC: ¡Ah, bueno! La mentalidad oriental.

Mary: Viciosos. Pero tiene algunos perfumes exquisitos. Si es que le gustan los perfumes. Yo sólo me pongo un poco de vainilla detrás de las orejas.

(Mary se puso entonces a trabajar, a fregar los encerados suelos sin alfombras, a quitar el polvo de las estanterías con un plumero; y mientras trabajaba, tenía abierta su caja de canutos y la boquilla cargada. No sé cuánta «pesadez» tendría que levantar, pero sólo el aroma me estaba colocando.)

Mary: ¿Seguro que no quiere probar un par de caladas? Usted se lo pierde.

TC: No me fuerce.

(¡Cielo santo! He fumado alguna hierba potente, nunca lo bastante como para adquirir hábito, pero sí lo suficiente para apreciar la calidad y conocer la diferencia entre hierba mexicana corriente y contrabando de lujo, como la tailandesa y la suprema Maui-Wowee. Pero tras acabar de fumarme un porrito de Mary, y mientras estaba a la mitad de otro, me sentí como atrapado por un delicioso demonio, abrazado por un júbilo loco y maravilloso: el demonio me hacía cosquillas en los dedos de los pies, me rascaba la hormigueante cabeza, me besaba ardientemente con sus azucarados labios rojos, me metía su fiera lengua dentro de la garganta. Todo echaba chispas; mis ojos parecían tener un objetivo con zoom: podía leer los títulos de los estantes más altos: La personalidad neurótica de nuestro tiempo, de Karen Horney; Eimi, de e. e. cummings; Cuatro cuartetos; Poemas completos, de Robert Frost.)

TC: Desprecio a Robert Frost. Era un bastardo perverso y egoísta.

Mary: Pues si nos ponemos a maldecir...

TC: Y él con su halo de cabellos desgreñados. Un egocéntrico, sádico y traicionero. Arruinó a toda su familia. A varios de ellos. ¿Ha comentado alguna vez esto con su confesor, Mary?

Mary: ¿Con el padre McHale? ¿Comentado el qué?

TC: El precioso néctar que estamos devorando tan divinamente, mi adorable paro carbonero. ¿Ha informado al padre McHale de esta deliciosa iniciativa?

Mary: Lo que no sepa, no puede hacerle daño. Tome, ahí tiene algo de menta. Peppermint. Hace que este material sepa mejor.

(Era raro, no parecía colocada, ni una pizca. Yo acababa de pasar Venus, y Júpiter, el viejo y placentero Júpiter, me hizo señas desde la lejanía planetaria de color lila, encandilada por las estrellas. Mary se acercó al teléfono y marcó un número; lo dejó sonar un rato antes de colgar.)

Mary: No están en casa. Eso es algo de agradecer al señor y la señora Berkowitz. Si hubieran estado en casa, no podría llevarlo a usted allá. A causa de esos pomposos judíos. ¡Y ya sabe usted lo pretenciosos que son!

TC: ¿Judíos? ¡Sí, por Dios! Muy pomposos. Deberían estar en el Museo de Historia Natural. Todos ellos.

Mary: He pensado en despedir a la señora Berkowitz. El problema es que míster Berkowitz, que trabajaba en prendas de vestir, está jubilado, y siempre están los dos en casa. Estorbando. A menos que vayan a Greenwich, donde tienen una propiedad. Allí es donde deben haber ido hoy. Hay otra razón por la que me gustaría dejarlos. Tienen un loro viejo: lo ensucia todo. ¡Y es estúpido! Lo único que ese loro necio sabe decir son dos cosas: «¡Vaca sagrada!» y «¡Oy vey!» Cada vez que entra uno en esa casa, empieza a gritar: «¡Oy vey!» Me ataca los nervios de un modo horrible. ¿Qué tal? Vamos a fumarnos otro porrito y a salir de este garito.

(Había vuelto a llover y tenía más fuerza el viento, una mezcla que hacía que el aire pareciera como un espejo haciéndose añicos. Los Berkowitz vivían en Park Avenue, más arriba del ochenta, y sugerí que tomáramos un taxi, pero Mary dijo que no, que qué clase de marica era yo, que podíamos ir andando, así que me di cuenta de que, a pesar de las apariencias, ella también viajaba por sendas estelares. Fuimos caminando despacio, como si hiciese un cálido día tranquilo con cielo de color turquesa y las duras calles resbaladizas fuesen una playa caribeña de color perla. Park Avenue no es mi bulevar favorito; es de ricos y carece de encanto; si la señora Lasker plantara tulipanes en todo el trayecto de la Estación Central al Spanish Harlem, sería en vano. Sin embargo, hay ciertos edificios que despiertan recuerdos. Pasamos uno donde Willa Cather, la escritora norteamericana que más he admirado, vivió los últimos años de su vida con su compañera, Edith Lewis; con frecuencia solía sentarme frente a su chimenea y bebía Bristol Cream mientras observaba cómo la lumbre inflamaba el pálido azul de la llanura de los geniales y serenos ojos de miss Cather. En la Calle Ochenta y Cuatro reconocí un edificio en donde una vez asistí a una pequeña cena de etiqueta dada por el senador John F. Kennedy y señora, entonces tan joven y despreocupada. Pero, a pesar de los agradables esfuerzos de nuestros huéspedes, la noche no fue tan instructiva como yo había previsto porque, después de que se hubiera dejado ir a las mujeres y los hombres se quedaran solos en el comedor para saborear sus cordiales y sus puros habanos, uno de los invitados, un modisto de mentón más bien oblicuo llamado Oleg Cassini, acaparó la conversación con el relato de un viaje a Las Vegas y las innumerables chicas de revista a las que allí había probado recientemente: sus medidas, sus especialidades eróticas, sus exigencias financieras; un recital que hipnotizó a oyentes, ninguno de los cuales estaba más divertido y más atento que el futuro presidente.

Cuando llegamos a la Calle Ochenta y Siete, señalé a una ventana del cuarto piso del número 1060 de Park Avenue e informé a Mary: «Mi madre vivió ahí. Esa era su habitación. Era guapa y muy inteligente, pero no quería vivir. Tenía muchas razones, al menos ella lo creía así. Pero, al final, el único motivo fue su marido, mi padrastro. Era un hombre que se hizo a sí mismo, muy próspero; ella lo adoraba, y él era verdaderamente un buen tipo, pero jugaba, se metió en líos, malversó un montón de dinero, perdió su negocio y lo llevaron a Sing-Sing.»

Mary meneó la cabeza: «Igual que mi chico. Lo mismo que él.»

Los dos nos quedamos parados, mirando a la ventana, mientras el chaparrón nos empapaba. «De modo que una noche se vistió toda de gala y dio una cena; todo el mundo dijo que estaba preciosa. Pero después de la fiesta, antes de irse a acostar, se tomó treinta pastillas de Seconal y jamás se despertó.»

Mary se enfada; echa a andar con rápidas zancadas bajo la lluvia: «No tenía derecho a hacer eso. No tolero esas cosas. Van contra mis creencias.»)

Loro chillón: ¡Vaca sagrada!

Mary: ¿Lo oye? ¿Qué le había dicho?

Loro: Oy vey! Oy vey!

(El loro, un collage surrealista de plumas verdes, amarillas y naranjas, está situado en una percha de caoba en el salón rigurosamente formal del señor y la señora Berkowitz, una estancia que sugiere estar enteramente hecha de caoba: los suelos de parqué, los paneles de la pared y los muebles, costosas reproducciones de grandiosos muebles de época, aunque sabe Dios de cuál, quizá de comienzos de la Gran Confluencia. Sillas de respaldo recto; sofás que habrían puesto a prueba la paciencia de un profesor de modales. Cortinajes de seda de color morado vendaban las ventanas que, de manera incongruente, estaban cubiertas de visillos venecianos de color marrón mostaza. Por encima de una repisa de chimenea de caoba tallada, un retrato con marco de caoba de míster Berkowitz, carrilludo y cetrino, lo pintaba como un caballero rural vestido para la caza del zorro: chaqueta encarnada, corbata de seda, una trompa de caza apretada debajo de un brazo y una fusta bajo el otro. No sé qué aspecto tendría el resto de aquella casa, de mezclados estilos, porque aparte del salón, no vi nada salvo la cocina.)

Mary: ¿Qué es tan divertido? ¿De qué se ríe?

TC: De nada. Sólo es ese tabaco peruano, querube mío. Entiendo que míster Berkowitz monta a caballo.

Loro: Oy vey! Oy vey!

Mary: ¡Calla! Antes de que retuerza tu maldito pescuezo.

TC: Pues si nos ponemos a maldecir... (Mary refunfuña; se santigua.) ¿Tiene nombre ese bicho?

Mary: Aja. Intente adivinarlo.

TC: Polly.

Mary (sorprendida de verdad): ¿Cómo lo sabe?

TC: Porque es hembra.

Mary: Es un nombre de chica, así que debe ser hembra. Sea lo que sea, es una zorra. Pero fíjese en toda esa porquería del suelo. La tengo que limpiar yo toda.

TC: Ese lenguaje. Ese lenguaje.

Polly: ¡Vaca sagrada!

Mary: ¡Qué nervios! Tal vez sería mejor que nos colocáramos un poquito. (Fuera sale la caja de hojalata, los porros, la boquilla, las cerillas.) Y vamos a ver qué localizamos en la cocina Tengo muchas ganas de dulce.

(El interior de la nevera de los Berkowitz es una fantasía de glotón, una cornucopia de golosinas cebadoras. No era de extrañar que el dueño de la casa tuviese tales carrillos. «¡Oh, sí¡», confirma Mary, «son un par de cerdos. Ella tiene un estómago que parece que va a soltar los quintillizos de Dionne. Y todos los trajes de él están hechos a medida; no le vale nada comprado en la tienda. ¡Hmm, qué rico! Me siento golosa de verdad. Esos pastelitos de coco parecen apetitosos. Y no me importaría meterle el diente a esa tarta de moka. Podemos ponerle encima un poco de helado». Alcanzamos unos enormes cuencos de sopa y Mary los llena de pastelitos y de tarta de moka y les añade cucharones del tamaño de un puño llenos de helado de pistacho. Volvemos al salón con ese banquete y caemos sobre él como huérfanos maltratados. No hay nada como la hierba para despertar el apetito. Tras acabar la primera ración y echarnos dos porritos más, Mary vuelve a llenar los cuencos con raciones aún más grandes.)

Mary: ¿Qué tal se encuentra?

TC: Me encuentro bien.

Mary: ¿Cómo de bien?

TC: Realmente bien.

Mary: Dígame exactamente cómo se siente.

TC: Estoy en Australia.

Mary: ¿Ha estado alguna vez en Austria?

TC: En Austria, no. En Australia. No, pero allí es donde estoy ahora. Y todo el mundo dice siempre que es un sitio muy aburrido. ¡Eso demuestra lo que saben! El mejor surfing del mundo. Estoy en el océano, sobre una tabla de surf, cabalgando sobre una ola tan alta, como... tan alta como...

Mary: Tan alta como usted. ¡Ja, ja!

TC: Está hecha de esmeraldas fundidas. La ola. El sol me calienta la espalda y la espuma me salta a la cara y me rodean tiburones hambrientos. Aguas azules, muerte blanca. Qué película tan terrorífica, ¿verdad? Hambrientos y blancos devoradores de hombres por doquier, pero no me inquietan; francamente, me importan tres cojones...

Mary (con ojos desorbitados de miedo): ¡Cuidado con los tiburones! Tienen dientes asesinos. Puede quedarse paralítico de por vida. Y mendigará por las esquinas de las calles.

TC: ¡Música!

Mary: ¡Música! Eso es lo que se necesita.

(Como un luchador atontado, avanza tambaleándose hacia un objeto en forma de gárgola que hasta entonces había escapado, afortunadamente, a mi atención: una consola de caoba que combina televisión, tocadiscos y radio. Sintoniza la radio hasta encontrar una emisora donde hay una música retumbante con ritmo latino.

Sus caderas evolucionan, sus dedos chasquean, se abandona elegante pero suavemente, como si recordara una sensual noche de juventud y bailara con una pareja fantasma alguna coreografía memorable. Y es cosa de magia cómo responde su cuerpo, ahora sin edad, a los tambores y guitarras, cómo da vueltas al ritmo más sutil: está en trance, en el estado de gracia que supuestamente alcanzan los santos cuando experimentan visiones. Y yo también oigo la música; corre velozmente por mi cuerpo, como anfetamina, cada nota resonando con la separada nitidez de las campanas de una catedral en un silencioso domingo de invierno. Me acerco a ella, voy a sus brazos y nos conjuntamos paso a paso el uno al otro, riendo, vibrando, y aun cuando la música se interrumpe por un locutor que habla español tan rápido como el cascabeleo de las castañuelas, seguimos bailando, porque las guitarras están ahora encerradas en nuestras cabezas, igual que nosotros somos prisioneros de nuestro abrazo, de nuestras carcajadas, cada vez más altas, tan altas que no reparamos en una llave que chasca, en una puerta que se abre y luego se cierra. Pero el loro lo oye.)

Polly: ¡Vaca sagrada!

Voz de Mujer: ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?

Polly: Oy vey! Oy vey!

Mary: ¡Vaya! ¡Hola, señora Berkowitz, señor Berkowitz! ¿Qué tal están ustedes?

(Y ahí se quedan, flotando en el aire, como los globos de Mickey y Minnie Mouse en un desfile de Mary del Día de Acción de Gracias. No es que esos dos tengan nada ratonil. Sus encolerizados ojos, los de ella colorados detrás de unas gafas de arlequín con montura adornada de lentejuelas, absorben la escena: nuestros picaros mostachos de helado, el acre humo de la hierba polucionando la habitación. La señora Berkowitz se adelanta airosamente y apaga la radio.)

Señora Berkowitz: ¿Quién es este hombre?

Mary: Creía que no estaban en casa.

Señora Berkowitz: Evidentemente. Le he preguntado: ¿quién es ese hombre?

Mary: No es más que un amigo mío. Me está ayudando. Hoy tengo mucho trabajo que hacer.

Míster Berkowitz: Está usted borracha, mujer.

Mary (engañosamente dulce): ¿Cómo dice usted?

Señora Berkowitz: Dice que está usted borracha. Estoy sorprendida. Sinceramente.

Mary: Ya que hablamos con sinceridad, francamente tengo que decirle esto: hoy es el último día que hago de negra por aquí... La despido a usted.

Señora Berkowitz: ¿Que usted me despide a mí?

míster berkowitz: ¡Fuera de aquí! Antes de que llame a la policía.

(Sin bulla, recogemos nuestras pertenencias. Mary saluda al loro con la mano: «Hasta luego, Polly. Tú eres buena. Eres buena chica. Sólo estaba de broma.» Y en la puerta donde sus antiguos patronos se han situado con firmeza, declara: «Y para que tomen nota, nunca he bebido una gota en mi vida.»

Afuera, sigue lloviendo. Caminamos pesadamente por Park Avenue y luego cruzamos a Lexington.)

Mary: ¿No le dije que eran pomposos?

TC: Son piezas de museo.

(Pero ha desaparecido la mayor parte de nuestra vivacidad; la energía de la hierba peruana retrocede, y en su lugar aparece cierta depresión, se hunde mi tabla de surf, y ahora cualquier tiburón a la vista podría hacer que me muera del susto.)

Mary: Todavía tengo que hacer el de la señora Kronkite. Pero es simpática; me disculpará si no voy hasta mañana. Quizá me vaya a casa.

TC: Permítame que llame a un taxi.

Mary: Odio darles ocupación. A esos taxistas no les gusta la gente de color. Incluso cuando ellos mismos son de color. No, puedo tomar el metro ahí abajo, en Lex esquina a Ochenta y Seis.

(Mary vive en un piso de renta limitada cerca del Yankee Stadium; dice que estaba atestado cuando su familia vivía con ella, pero ahora que está sola parece inmenso y peligroso: «Tengo tres cerrojos en cada puerta y todas las ventanas clavadas. Me compraría un perro policía si no tuviese que dejarlo solo tanto tiempo. Sé lo que es estar solo, y no se lo desearía a un perro».)

TC: Por favor, Mary, permítame que la lleve en taxi.

Mary: El metro es mucho más rápido. Pero antes quiero detenerme en un sitio. Sólo está un poco más abajo.

(El sitio es una exigua iglesia atrapada entre vastos edificios en una callejuela. Dentro, hay dos breves hileras de bancos, un altar pequeño y, encima, una imagen de escayola de Jesús crucificado. Un olor a incienso y cirios domina las sombras. En el altar, una mujer enciende una vela cuya luz oscila como el sueño de un espíritu tembloroso; aparte de ella, somos los únicos suplicantes presentes. Nos arrodillamos juntos en el último banco y Mary saca de su bolso un par de rosarios («Siempre llevo uno de más»), uno para ella y otro para mí, aunque no sé cómo manejarlo, pues nunca he usado uno. Los labios de Mary se mueven susurrantes.)

Mary: Dios Santo, danos tu gracia. Por favor, Señor, ayuda a míster Trask a dejar de beber y a no perder su trabajo. Por favor, Señor, no dejes que miss Shaw sea un ratón de biblioteca y una solterona; debería traer a tus hijos a este mundo. Y, Señor, te ruego que recuerdes a mis hijos y a mi hija y a mis nietos, a todos y a cada uno. Y te ruego que no permitas que la familia de míster Smith lo envíe a un hogar de jubilados; él no quiere ir, llora todo el tiempo...

(Su lista de nombres es más numerosa que las cuentas de su rosario, y sus ruegos en favor de ellos tienen la gravedad de la llama del cirio en el altar. Se interrumpe para mirarme.)

Mary: ¿Está rezando?

TC: Sí.

Mary: No lo oigo.

TC: Estoy rezando por usted, Mary. Quiero que viva para siempre.

Mary: No ruegue por mí. Yo ya estoy salvada. (Coge mi mano y la estrecha.) Ruegue por su madre. Ruegue por todas esas almas ahí perdidas, en la oscuridad. Pedro. Pedro.



viernes, 15 de mayo de 2009

Paseo Nocturno (relato de Rubem Fonseca)


Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.
Paseo Nocturno, título original “Passeio Noturno” de Rubem Fonseca, antologado en Os Melhores Contos Brasileiros de 1973 (Porto Alegre, Globo, 1974).

jueves, 14 de mayo de 2009

Hipócrates (relato de Ricardo Murúa)


Fumemos otro cigarro para estar seguros, ¿le parece jefe? Linda noche para ser verano, fresca, sin bichos, pensar que por esta misma avenida yo pasaba de muchacho, en bicicleta, rumbo a ver a una novia que tenía en aquellos monoblocks, aquéllos que parecen barquitos. Créame que estaba tan oscuro como ahora, yo pedaleaba camino a las lucecitas en una bici francesa de media carrera con seis cambios, ¿puede creerme que nunca pinché una goma?, qué sé yo, déjeme ver, tenía diecinueve años. Estaba en segundo año más o menos. Cómo cambia la vida, cómo cambia la vida, pensar que en aquellos años le escapaba a la cana como al laburo, míreme ahora charlando con usted lo más pancho, haciendo obras de bien. Sabe quién me enseñó a hacer estas paraditas? No se va a imaginar, usted lo conoció, el Dr. Di Sancio, el viejo, fue mi primer jefe de guardia en el Churruca. La primera vez me dijo, cuando me vio medio helado, me dijo: pibe si no sirve para esto no sirve para nada. Había hecho parar la ambulancia en un descampado, por Villa Lugano, el chofer apagó las luces, él se bajó y se puso a charlar con el del patrullero que venía de custodia, yo lo miraba por el espejo, se puso a fumar con el oficial, como yo ahora con usted. Supongo que habrá mirado estas estrellas muchas noches. Era un tipo especial Di Sancio, los pacientes lo adoraban, una vez hizo una traqueotomia con el canuto de una Bic, arriba de una ambulancia camino al Parroisiens. Falta poco jefe, ya vamos, ¿quiere otro?, sírvase, espere que le llevo uno a mi pibe, ya vengo.
¿Algún problema Gómez?, porque si lo tiene me lo dice, sin pensar en las jerarquías, nos vamos, y cumplimos con nuestro deber. Ah, bueno, porque éste es nuestro deber, no sé si somos claros, hacemos lo que podemos cuando se presenta la ocasión, en la Academia de Policía esto no se lo enseñaron, claro, esto se aprende en la calle. Nosotros no matamos a nadie, brindamos custodia a ese pobre tordo que se juega por sus pacientes, vamos, ríase che, que ahí vuelve. Y Doc, ¿cómo va eso?
Bien Miranda, lento pero seguro, es cuestión de unos minutitos más, ya lo tenemos, duro el tipo, sabe. ¿Que qué dice mi pibe? Nada, está escuchando Vélez-Rácing y hablando con la novia. Usted vio que la nueva muchachada se toma todo tan, digamos, con más naturalidad, ¿cree que me preguntó algo?, todo bien me dijo, vaya no más Doc, me lo dijo con el pulgar levantado. Pero tal vez, Miranda, hemos cambiado todos, ellos y nosotros, todo se hace con más soltura, el bien y el mal, se hace sin tantas vueltas, no como cuando nosotros éramos jóvenes como su ayudante y mi doctorcito. Haría falta un traguito de ginebra. Miranda, ¿ usted sabe la guita que le ahorramos al estado con estas paraditas?
Doc, ya se fue, ¿lo quiere ver? La ambulancia es un chiquero.
Pibe, nosotros no limpiamos la ambulancia, salvamos vidas, cuando podemos. Dígale al chofer que ya nos vamos. Bueno Miranda, fue un placer otra vez salir con usted, la próxima prometo no olvidar la ginebra.
Prefiero whisky doctor, si no es molestia. Nos vamos Gómez, mucha sirena y a fondo hasta el hospital, y cambie esa cara, es una orden.
Daniel, ¿Vos viste esta noticia?, es horrible, te leo, escuchá: “Cazador cazado. Agredida sexualmente, en un ataque de epilepsia secciona el pene de su atacante. El violador fue trasladado de urgencia al hospital Churruca,  en el trayecto murió desangrado pese a los esfuerzos del personal médico que lo atendía.” Es horrible, ¿Fue en tu turno?
Papá. ¿hoy tenés guardia otra vez?
A ver si mis dos gorditas entienden que el Dr. Frankenstein hasta el lunes tiene franco y me dan un ataque de besos y almohadazos, acuérdense que la última batalla la ganó el hombre de la casa, y prohibido hacer cosquillas ya saben.

miércoles, 6 de mayo de 2009

La vida que salvéis puede ser la vuestra de Flannery O´Connor



La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando por primera vez apareció el señor Shiftlet por el camino. La anciana se deslizó hacia el borde de la silla e inclinó el cuerpo protegiéndose los ojos del sol hiriente con una mano. La hija no veía cuanto ocurría a lo lejos, de modo que continuaba jugando con los dedos. Aunque la anciana vivía sola en ese lugar desolado con su hija y jamás había visto al señor Shiftlet, supo, aún en la distancia que mediaba, que se trataba de un vagabundo, y que no representaba ningún peligro. El hombre llevaba recogida la manga izquierda del abrigo para mostrar que sólo tenía medio brazo y su escuálida figura se inclinaba levemente hacia un lado como si la brisa lo empujara. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón levantado sobre la frente y caído en la nuca, y una caja de herramientas de hojalata que sostenía del asa. Caminaba a paso lento por el sendero, con el rostro vuelto hacia el sol, que parecía balancearse en la cima de una pequeña montaña.

     La vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul lo vio de pronto y dio un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y exaltados.

     El señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se tocó el ala del sombrero para saludar a la joven como si ésta se comportase normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos, morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en unas mandíbulas prominentes como una trampa de acero. Parecía un hombre joven, pero tenía el aspecto de serena insatisfacción del que está de vuelta de todo.

-  Buenas tardes- dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.

     El vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una cruz mutilada. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho como si ella fuese la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real.

     El señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.

-   Señora- dijo con firme voz nasal-, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver al sol hacer esto todas las tardes.

-  Lo hace todas las tarde- repuso la vieja, y se volvió a sentar.

     La hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida, como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó, hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chicles y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.

     La pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en el patio- la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres gallinas se preparaban para dormir- y desplazó la mirada hacia el cobertizo, donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.

- ¿Conducen ustedes?- preguntó.

-  Ese coche no s´ha movío en los últimos quince años- respondió la vieja. El día que murió mi marido, dejó de moverse.

-  Ya na es como antes, señora. El mundo está casi podrío.

- Tiene razón- convino ella-. ¿Es usté de por aquí?

- Tom T. Shiftlet- murmuró mirando los neumáticos.

-  Mucho gusto en conocerle- dijo la anciana-. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell Crater. ¿Qué hace usté por aquí, señor Shiftlet?

     Él juzgó que el coche debía  ser un Ford de 1928 o 1929.

-  Señora- dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención-, permítame decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón humano, el corazón humano- repitió, inclinándose hacia ella-, del pecho de un hombre y lo sostuvo en la mano- y extendió la mano, con la palma hacia arriba, como si aguantara el leve peso de un corazón humano- y lo estudió como si fuera un polluelo de un día, y, señora- dijo, e hizo una larga pausa dramática durante la cual adelantó la cabeza y sus ojos color de arcilla brillaron-, ese hombre no sabe más que ustedes o que yo acerca de eso.

-  Es verdá- dijo la anciana.

-  Vaya, si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no sabría más que ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué s´apuestan?

-   Na- respondió la anciana sabiamente-. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?

     Él no contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillas de madera y prendió una en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego su nariz y encendió el cigarrillo.

    Lanzó al aire la cerilla apagada y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara adoptó una expresión taimada.

- Señora- dijo-, hoy día la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T. Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennessee, pero usted nunca m´había visto antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Speeds, de Lucy, Alabama, o cómo sabe que no soy thompson Bright, de Toolafalls, Mississippi?

- No sé na d´usté- musitó la anciana, fastidiada.

- Señora, a la gente no l´importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que  puedo decirle es que soy un hombre, pero, dígame, señora- añadió, e hizo una pausa y su tono se tornó aún más lúgubre-, ¿qué es un hombre?

La anciana empezó a pelar una semilla.

- ¿Qué lleva en esa caja d´hojalata, señor Shiftlet?- preguntó.

- Herramientas- respondió echándose acalla atrás-. Soy carpintero.

- Bueno, si viene aquí para trabajar, podré darle comida y un lugar pa dormir, pero no puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.

No hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.

           -   Señora- dijo con lentitud-, pa algunos hombres ciertas cosas significan más qu´el dinero.

La anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Éste dijo a la anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella, pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo muchas preguntas y ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de esa manera.

Una luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía huir al campo para ver el mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.

         -  ¿Está casao o soltero?- preguntó la anciana.

Hubo un largo silencio.

         -  Señora- dijo él al final-, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente hoy día? Yo no andaría con la escoria que puedo recoger.

La hija estaba encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas, observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello; de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.

       -  ¿Es su hija?- preguntó.

       - La única que tengo- respondió la anciana-, y es la criatura más dulce de la tierra. No la dejaría por na del mundo. Y además es lista. Barre, guisa, hace la colada, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la dejaría ni por un cofre de joyas.

       -  No- dijo él con tono afable-, no deje que ningún hombre se la lleve.

       - El hombre que venga por ella- afirmó la anciana- tendrá que quedarse aquí.

En la oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el paracoche del automóvil que destellaba en la distancia.

      - Señora- dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y la bomba-, no hay na roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con un brazo inútil. Soy un hombre- agregó con adusta dignidad- aún cuando no esté entero. ¡Yo poseo- dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la inmensidad de lo que iba a decir- una inteligencia moral!- Y su rostro atravesó la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.

Ella no se dejó impresionar por la frase.

        - Le he dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida- dijo-, si no l´importa dormir en ese coche.

        - Señora- dijo él con una sonrisa de satisfacción-, ¡los antiguos monjes dormían en sus ataúdes!

        - No estaban tan avanzados como nosotros- repuso la anciana.

 A la amañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín, mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo “Ppperrrjjjarrro” y dando palmas. La vieja los observaba a cierta distancia, secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.

El señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una percha que había puesto en una de las ventanillas.

Al caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y Lucynell se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que ésta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta iba a hacer funcionar el automóvil.

Había levantado el capó y estudiado el mecanismo, dijo que podía afirmar que al coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos. “Ahora- dijo-, un hombre coloca un tornillo y otr´hombtr coloca otro tornillo, y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que se ha puesto un interés personal, y sería un coche mejor.” La anciana estuvo de acuerdo con él en que así debería ser.

El señor Shiftlet aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado y dedicado el tiempo necesario.

      - Enséñele a decir otra cosa- dijo la anciana.

      -¿Qué quiere que diga?- preguntó el señor Shiftlet.

La sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.

     - Enséñele a decir “querido”- respondió.

El señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.

Al día siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.

La anciana dijo que le daría el dinero.

     - ¿Ve a esa chica?- le preguntó, señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aún en la oscuridad-. Si alguna vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera: “Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo na que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usté tonto”. Eso le diría.

     - ¿Qué edad tiene?- preguntó el señor Shiftlet como de pasada.

     - Quince o dieciséis- respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero debido a su inocencia era imposible adivinarlo.

     -  Sería una buena idea pintarlo también- observó el señor Shiftlet-. No querrá que se cubra de herrumbre.

     - Ya veremos- repuso la anciana.

Al día siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos, dando golpes con los pies y gritando. “¡Ppppaajjarro! ¡Ppajjarro!”, pero el alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.

Esa noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecho al grano.

     -Quiere usté una mujer inocente, ¿no es así?- preguntó, comprensiva-. No quiere saber na de la escoria.

      - Así es, señora.

     - Una que no hable- continuó ella-, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece usté esa clase de mujer. Allí está. –Y señaló a Lucynell, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.

      - Así es- admitió él-. No me daría ningún problema.

      - El sábado- dijo la anciana-, usté, ella y yo iremos en coche al pueblo y se casarán.

El señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.

     -No me puedo casar en este momento- repuso-. To lo que uno quiere hacer requiere dinero y yo estoy sin blanca.

   - ¿Pa qué necesita el dinero?- preguntó la vieja.

   - Hace falta dinero- respondió él-. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor- añadió con firmeza- a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno. M´educaron d´esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre me enseñó cómo debía comportarme.

     - Lucynell ni siquiera sabe qu´es un hotel- musitó la anciana-. Escuche, señor Shiftlet- dijo inclinándose hacia delante-, conseguirá usté un hogar y un pozo d´agua profundo y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y sin amigos.

Las desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.

     - Señora, un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.

La vieja apretó las encías.

     - Un cuerpo y un espíritu- repitió él-. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a ningún lao; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en movimiento, siempre…

     - Escuche, señor Shiftlet- repuso ella-, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al juzgado y comprobarlo. Y allá, en aquel cobertizo, hay un buen coche. – Preparó el cebo con cuidado-. Pa el sábado lo puede tener usté pintao. Yo pagaré la pintura.

En la oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:

     - Tan sólo digo qu´el espíritu d´un hombre es más importante pa él que cualquier otra cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.

     - Le daré qince dólares pa un viaje de fin de semana- dijo la vieja con tono desabrido-. Es lo único que puedo hacer.

     - Eso apenas servirá pa pagar la gasolina y el hotel- repuso él-. No llegaría pa la comida d´ella.

     - Diecisiete cincuenta- dijo la anciana-. Es to lo que tengo, así qu´es inútil que trate de exprimirme. Puede llevarse la comida d´aquí.

El señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón, pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.

     - Procuraré que eso alcance- repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la anciana.

El sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había secado, y el señor Shiftlet y Lucynell se casaron en el juzgado con la anciana como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello. Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien lo sujetaba.

      - Esto no m´ha gusto- dijo-. No es más que algo que una mujer hace en una oficina, sólo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el corazón y lo cotaran en pedazos, no sabrían na de mí. No m´ha gustao na.

      - S´ha cumplío la ley- dijo la anciana con aspereza.

      - La ley- replicó el señor Shiftlet, y escupió-. Es la ley lo que no me gusta.

Había pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas. Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:

     - ¿No está guapa, Lucynell? Parece una muñeca.

Lucynell llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso como un brote de verde en el desierto.

     - ¡Se lleva usté una joya!- dijo la anciana

El señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.

Volvieron a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.

     - Nunca m´he separao d´ella dos días- dijo.

El señor Shiftlet puso el motor en marcha.

     - Y no se la daría a ningún hombre, a excepción de usté, porque he visto que actúa como es debido. Adiós, querida- añadió aferrándose a la manga del vestido blanco. Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y la vieja tuvo que sacar la mano.

Era un mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo pálido. A pesar de que el automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que sólo estaban en su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un coche pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería llegar a Mobile al anochecer

De vez en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una auna por la ventanila. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía tener hambre de nuevo y, al llegar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de color aluminio llamado The hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la comida ella ya estaba roncando suavemente.

     - Dáselo en cuanto despierte- dijo el señor Shiftlet-. Lo pagaré ahora.

El muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.

     - Parece un ángel de Dios- murmuró.

    - Estaba haciendo autoestop- explicó el señor Shiftlet-. No puedo esperar. Tengo que llegar a Tuscaloosa.

El muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de pelo dorado. El señor Shiftlet partió.

Se sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había momentos en que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba que un hombre con automóvil tenái responsabilidades para con los demás y se mantuvo alerta por si veía a alguien haciendo autoestop. De vez en cuando, veía letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA SUYA:

La angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan sólo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.

     - Hijo- dijo el señor Shiftlet-, veo que quieres viajar.

El muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor Shiftlet. Éste se sintió angustiado.

     - Hijo- dijo al cabo de un minuto-, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo que debes tener la segunda mejor.

El muchacho le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro hacia la ventanilla.

     - No hay na más dulce- continuó el señor Shiftlet- que la madre de uno. M´enseñó las primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacía, me dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló pa que yo hiciera las cosas bien. Hijo- añadió-, ningún día de mi vida he lamentao tanto como aquél en que abandoné a mi madre.

El muchacho se removió en el asiento pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.

     - Mi madre era un ángel de Dios- prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada-. Él la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné.- Sus ojos se nublaron al instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.

El muchacho se volvió con rabia en el asiento.

     - ¡Vete a la mierda!- gritó-. ¡Mi vieja es una bola de piojos y la tuya es una zorra apestosa!- Y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.

El señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.

     - ¡Oh, Señor!- rezó-. ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!

El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.