Es la tercera y última vez que hará el intento de ingresar a
Sube las escalinatas de mármol e ingresa en el hermoso edificio. Recorre pasillos y se planta delante de una puerta altísima. Golpea y se anuncia. Espera con los ojos cerrados, no habrá otra vez se ha dicho a cada paso.
Entra a un amplio salón despojado de muebles, exceptuando aquella mesa del fondo y las cinco sillas ocupadas por cuatro hombres y una mujer, el jurado de admisión.
Próximo a su destino desenvuelve el cuadro, sin mediar saludos ni presentaciones porque ya se conocen, el aspirante y los jueces. Coloca el óleo en un atril que está a su derecha. Mira al jurado que a su vez mira el cuadro.
Transcurren exactamente dos minutos. La mujer, que se halla sentada en el centro, quita la vista del óleo, mira a los dos hombres de su derecha, luego mira a los dos hombres de su izquierda. No hay gestos ni palabras.
La mujer toma una pluma y escribe en un formulario. Lo firma y lo extiende al aspirante que lo guarda sin leer; que luego toma el cuadro y lo envuelve sin cuidado en los rústicos papeles, que gira y se retira, sin saludar, hacia la puerta.
En las escalinatas extrae el papel del bolsillo, busca con los ojos el lugar preciso, y lee: rechazado. Es la primavera de 1917. Cruza la plaza desbandando palomas.
Adolfo Hitler se encamina hacia otro destino.
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