jueves, 20 de noviembre de 2008

Boletos (relato de Ricardo Murúa)


Boletos por favor; la frase lo saca del embotamiento producido por el ronroneo del colectivo que llegó atrasado; atrasado como va a llegar él a la cita con Lara, enojosa para toda la noche. Boletos por favor, gracias; se escucha cuando el chancho le sonríe al bebé que tiene en brazos la señora del segundo asiento del lado de la ventanilla.

En segundos, él piensa que la  gente sólo es amable con uno cuando uno es correcto, nada más, una especie de toma y daca interesado que brinda simpatía, sonrisas, y algún comentario amistoso a cambio de pagar impuestos, romperse el lomo muchas horas en el taller, no hablar mal de los curas ni del presidente y, en esta ocasión, principal y fundamentalmente tener el puto boleto que con certeza absoluta fue perdido en un momento desgraciado. Tan desgraciado como el chancho que ahora va por la cuarta fila de asientos, demorado por un viejo con cara de bueno que no encuentra el boleto. Y ojalá que no lo encuentre porque él no lo tiene aunque lo sacó y en unas cuadras más se baja.

Gracias abuelo, le dice el chancho al viejo; con qué derecho, como si ser viejo te haga automáticamente tener hijos, y a tus hijos, hijos, llegado el momento. Abuelo, como si fuese un título de nobleza; y qué tal si el viejo no es nada noble; qué tal si fue un torturador y la vejez, la sola cualidad de abuelo otorgada gratuitamente por el chancho lo librara de todos sus crímenes.

No tengo boleto, lo perdí, piensa él que va a decir cuando se ve a sí mismo desde el asiento en el que está sentado, levantarse, avanzar hacia el chancho y pegarle una trompada en la nariz, una trompada violenta, certera; la sangre chorrea y el chancho cae mientras alguien cuenta;  el bebé, el bebé cuenta uno, dos, tres, cuatro, siete, ocho, out, para luego levantarle la mano mientras el chofer lo alza en andas recorriendo el ring colectivo.

 Boletos, dice el chancho que no está en el piso, boletos  repite cerca de  su cara mientras el bebé de la señora del segundo asiento duerme, mientras Lara  mira la hora y empieza a enojarse, mientras el chofer se distrae

 Miró un segundo de más a la morocha que cruzó la calle, un segundo de más tardó  en pisar el freno. El Mercedes corta en dos la bicicleta de una niña.

Los circunstanciales contratos se disuelven: el chofer ya no maneja, el colectivo ya no avanza, el chancho ya no pide boletos, el nene llora, la niña ya no camina, él se baja, la morocha se aleja, y Lara ya no se enoja.

- Y a vos, ¿no te pasó nada?

 Ël encuentra el boleto en el bolsillo izquierdo del pantalón.

-. No, a mí no me pasó nada. 

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