jueves, 27 de noviembre de 2008

Ferreira ( relato de Ricardo Murúa)


Estos agujeros los hicimos nosotros, tienen que estar ahí para que los monos no se atrevan a volver; señala el mármol lastimado del Ministerio de Economía frente a la Casa de Gobierno, el mármol lastimado que sirve de palomar. De Palomar, salimos de Palomar, adonde el otro día te llevé, seguimos las vías del tren volando bajito, éramos cinco. Ferreira cuenta que fue piloto, que bombardeó la Plaza de Mayo para echar al tirano, que huyó a Montevideo, y que regresó unos meses más tarde para continuar  resistiendo  El discurso armado con coherencia durante dos años de cárcel convirtió a este alférez administrativo de mala conducta en teniente con avión de guerra y todo. Aquel discurso, amasado con delirio y rencor en una celda militar, vistió a Ferreira con la chaqueta de cuero marrón, las botas lustradas, los guantes de cabretilla, el pañuelo a lo Lindberg, la gorra con las alas, y un cigarro entre los labios para fumarlo entre camaradas. Aquel discurso alado lo elevó sobre la pista buscando las vías para seguirlas hasta la Casa de Gobierno, bombardear la plaza, y huir a Montevideo, ciudad que, con su imaginaciçon, el alférez  recorre desde las rejas del cuartel sentándose a tomar una cervecita en la avenida 18 de Julio, brindando con los camaradas, con los que dentro de poco serán ex camaradas que ya no fumarán más con él porque ellos tienen chaquetas, botas, guantes, pañuelo a lo Lindberg, y una gorra con alas. Y él no, por eso.

El niño desea sentarse en un bar, comer un pebete, tomar Coca Cola. Mareado por el viaje en subte, doloridos los pies por la caminata con los zapatos que no crecen con él, e inquieto por lo que vivió en la clase de catecismo, mira las palomas de la plaza. Llegamos a vuelo rasante por Avenida de Mayo, la nariz del avión abrió un surco entre la gente que quedó tirada en la calle, dos colectivos se incendiaron, el último de los Gloster esquivó la Casa de Gobierno y descargó toda la artillería en el Ministerio de Economía. Con tu madre decidimos traerte al mundo cuando el país fuese libre otra vez.

Daniel sólo desea sentarse en un bar, mira a los granaderos que desfilan hacia el Cabildo. Vamos a comer algo como te prometí, Pasa el último avión en la imaginación de Ferreira, en el tablero la virgen mira al piloto, el piloto mira la plaza humeante. Mirinda quedó no más señor; es lo mismo mozo, traiga.

No, no es lo mismo papá, se traga Daniel. No es lo mismo Ferreira, no es lo mismo.

 

………………..

 

 

Esa mañana, Ferreira se despertó sobresaltado por la muerte de su vecino, a quien tanto odiaba. Siendo un individuo de odios fáciles no era de extrañar su sentimiento hacia esa persona que todas las tardes, invariablemente a la misma hora, pasaba por su vereda y amistosamente lo saludaba –hola vecino- y ocasionalmente le brindaba algún comentario del tiempo, o mejor dicho del clima, posibilidades de lluvia, humedad, vientos y otras variaciones. Gómez, así se llamaba, era un individuo silencioso. Nunca Ferreira tuvo una molestia sonora musical, nunca se escuchó un ladrido proveniente de la casa contigua. Gómez no tenía tiempo para hacerse cargo de un animal, trabajaba las ocho horas reglamentarias en una fábrica, más las dos extras que nunca rechazó, ofrecidas como premio a su asistencia perfecta y a su productividad. Para Ferreira, su vecino tenía un sólo defecto, silbar alegremente.

La fábrica de la que regresaba puntualmente Gómez dista doce cuadras de la casa de Ferreira y unos metros más, diez, hasta la suya. El sonido de las sirenas, agudo y penetrante a las seis de la mañana, indicaba que faltaba una hora exacta para el ingreso del primer turno a la fábrica. La sirena de las siete levantaba a escolares, maestros y profesores de las camas. En el barrio ningún vecino precisaba reloj para levantarse temprano, para vivir en realidad.  La sirena de las doce marcaba la pausa en el trabajo y la salida de las escuelas, la de las doce y treinta podía marcar rutinas variadas; tomar una medicación, sintonizar la radio en una emisora en particular, servir el almuerzo. Para los obreros era la vuelta al trabajo. Allí estaba la cervecera desde hacía más de cuarenta y tres años decidiendo la interrupción y el reinicio de las labores de los escolares, de las madres, de los empleados y de los obreros. Nunca nadie puedo imaginar la vida de ese pequeño barrio sin aquel sonido organizador, mañana , tarde y noche.

Gómez murió de un infarto en la vereda de Ferreira, aferrada una mano a la reja mientras intentaba decir alguna cosa, tal vez expresar su dolor en el pecho, tal vez comentar la víspera de las navidades,  o de año nuevo. Hacía diez años que los dos vivían solos medianera de por medio y jamás habían compartido esas festividades, ni siquiera un brindis pasajero. Ferreira regaba unas plantas, irrecuperablemente secas, cuando vio venir a su vecino tambaleando. Sin soltar la manguera de la que salía el agua que secaba las plantas,  retrocedió dos pasos cuando la mano colorada de Gómez tomó con fuerza un barrote de la reja oxidada.

Gómez cayó de rodillas, siguió mirando fijamente al jardinero fracasado, y luego cerró los ojos y murió en esa posición. La mano que sostenía la reja  descendió suavemente sin abrirse, agachó la cabeza como buscando algo perdido y no se movió más.

Ferreira tardó unos segundos en moverse, cerró la canilla y entró en la casa. Una vez dentro, abrió el cajón de un armario de su dormitorio, sacó un revólver reluciente y quitó las siete balas con las que estaba cargado. Colocó las balas en la caja original, que ahora sumaban cincuenta porque Ferreira jamás había disparado.

Sentado en su sillón preferido, escuchó voces en la vereda y el sonido de sirenas.

Ferreira nunca hubiese ayudado a Gómez, no por ser él, sino porque nunca hubiese ayudado a nadie en ninguna circunstancia. El comedido termina jodido, pensaba, y siempre fue fiel a esa sentencia.

Ferreira, hubiese sí, matado a Gómez; el arma y una de las siete balas lo tenían como blanco. El plan precisaba aún algunos retoques, pero esencialmente el disparo quedaría opacado por los estruendos de los cohetes de festejo de fin de año.

Ferreira tal vez no odiaba a Gómez, simplemente deseaba que no estuviese más en el mundo, ni él ni su silbido alegre, o dicho con más precisión, ni él ni su alegría expresada a través de ese estúpido y afinado silbido que saltaba las paredes de la medianera y entusiasmaba a los pájaros a imitarlo.

 

………………..

 

 

Antes que nada y para empezar quiero aclarar dos cosas, que yo no lo maté y que este vómito al que llaman café es intragable. Ya sé que todos los infelices que se sientan en esta silla dirán lo mismo. Pero conmigo hay una diferencia. Siempre conmigo va ha existir una diferencia, eso me quedó bien grabado de mi madre. La diferencia en este caso es que yo soy culpable, y que no lo maté.

No se impacienten por favor, escuchen. Yo sé bien que ustedes son policías por descarte. Pudieron haber sido sastres o carniceros. Lo mismo daba. Pero son lo que son. Yo sé que para cualquiera de ustedes A e igual a A y no podrá ser al mismo tiempo igual a B. Adviertan que su poca cultura no les impide pensar aristotélicamente. Sin embargo en el universo lógico de mi madre, sin pretender compararla con Aristóteles claro está, con ustedes da lo mismo cualquier cosa. Pero veamos, si ponen atención podrán entenderme, hasta comprenderme tal vez el elegido de entre ustedes, el primus inter pares.

Digo algo simple, que yo no lo maté porque el tipo se murió antes. Y digo que soy culpable porque nadie en este mundo deseó su muerte como yo, si es que alguien todavía es capaz de tener algún sentimiento perdurable. No me dio tiempo, se fue. Y si estoy acá sentado con este café asqueroso por haber hecho pública mi intención de matarlo, frente a ese coro de chusmas y mediocres que se autodenominan mis vecinos, es injusto porque las palabras no tienen efectos mortales. Y eso de que hay palabras que matan es una tontera, con el perdón de mi madre.

Lo asesiné en mi mente, en mis pensamientos. Entienden ustedes? Una y otra vez de mil maneras. Como esos actores de alguna obra de Shakespeare cuyo único parlamento es el rey ha muerto en alguna parte del cuarto acto, y que obstinadamente repiten la sencilla fórmula, ahora alegres, ahora tristes, ahora indiferentes, el rey ha muerto, el rey ha muerto, el rey ha muerto; pretendiendo encontrar el tono preciso para que todos los asistentes a la función se pongan a llorar por el esperado deceso del monarca antes del final de la obra, y demostrar que él estaba para cosas mayores.

Así fue como cargué y descargué la pistola cientos de veces. Sin disparar una sola vez, obviamente. Siete balas brillantes.

Fue tan exquisito mi entrenamiento con el arma que hasta logré sentir en mi mano la diferencia de su peso con o sin balas. Lo cual debe ser semejante a tener en la mano una paloma con alas, luego arrancarle una, y percibir la diferencia.

Lo cierto es que algo lo mató antes. Y con él murió el sentido de mis permanentes planificaciones.

Él regresaba de la fábrica siempre a la misma hora, 19.15, 19.20. Pasaba por la vereda de mi casa silbando, y es sabido que no me gustan los silbadores, transmiten una estúpida alegría de vivir. Yo regaba intencionalmente a esa hora las pocas plantas que el orín de los gatos no destruyó en mi jardín. Nos saludábamos. Él primero, yo después; es así como corresponde porque el que llegaba era él, por eso no más.

Su casa está pegada a la mía, y decir está es correcto porque el que murió fue él, no su casa; entonces la casa sigue ahí, pegada a la mía. Y ya no es su casa, en realidad.

Lo iba a matar el 31 de diciembre del corriente a las 22.30. Él me informó en una de sus charlas de vecinos que ese día llegaría a esa hora, de su trabajo, y que le pagarían bastante las extras o algo así. Pensé que el disparo pasaría inadvertido entre tanto cohete de festejo, que ustedes pensarían que en estas fechas anda cualquier loco suelto en la ciudad matando por matar. Además, hay alguien tan necio que mata en su propia vereda y entra a su casa a despedir el año lo más campante con una botella de vino en su mejor sillón? No, ¿no?

Pero  no murió el 31 de diciembre. Eran las 19.23 cuando el tipo se acercó por la vereda, como siempre. Esta vez no caminaba tan erguido y tenía una mano en el pecho. Muy cerca de mi reja quiso decirme algo, se ahogaba mi vecino. Con los ojos buscaba en el cielo y la mano libre se aferró a la reja. Los nudillos muy blancos en una mano tan roja. No dijo ninguna palabra cuando cayó, primero de rodillas. La cara blanca, muy blanca de mi vecino. Murió en mi vereda, solo.

Después entré a mi casa, y esa noche dormí sin soñar. Lo observé sin hacer nada, es cierto, tal como les dijo la chusma de la panadería, así es. Y ahí debe estar en casa el revólver, inmóvil, mudo.

Yo no lo maté. Yo lo hubiera matado.

De haber sabido que el café policial era tan malo, lo hubiese ayudado. Además, recién hoy es 31 de diciembre.

 

 

………………..

 

Muy bien Ferreira, si no tiene algo más para agregar  en su declaración, puede retirarse,  pero antes le quiero aclarar algunas cositas, para que no se confunda. Mire, yo soy comisario por vocación, de chiquito fui bastante botonazo. Con mis viejos primero, mandando en cana a alguna de mis hermanas cuando apretaban de más en el zaguán; después en la escuela con la maestra, permitiéndome informarla acerca de los sujetos que se copiaban o pretendían hacerlo, copia en grado de tentativa, me entiende. En el secundario, en la época de Perón me hice de la UES, participando este servidor en cuanto acto de buchoneo y posterior apaleamiento de los sospechados de zurditos se presentara al caso. En la facultad integré el brazo universitario de la derecha peronista, claro que ahí estábamos en desventaja y los zurdos siempre nos cagaban a palos.

Después, en privado, nosotros los cagábamos a tiros como acertadamente supondrá una mente tan brillante como la suya. Una vez recibido de abogado entré en las filas policiales como oficial, y ya ve, en pocos años he llegado a comisario, y en pocos más tal vez comande la fuerza. Claro que no bombardee la Plaza de Mayo como usted dice haberlo hecho, pero no se equivoque, conozco el principio de identidad aristotélico y la dialéctica marxista, porque al enemigo hay que reconocerlo, y le informo oficialmente que en ninguna obra de Shakespeare un personaje irrumpe diciendo el rey ha muerto.

Sin más que aclararle por el momento, bríndeme unos minutitos así convoco a los agentes, suboficiales, y oficiales de esta seccional. Queremos escuchar  cómo se escapaba de la prisión de Campo de Mayo, en la que injustamente padecía los abusos del dictador, para robar en varios almacenes del barrio Palomar a punta de pistola y uniformado. Cómo escapó definitivamente de las mazmorras  y solito con su avión, casi tira abajo la Casa de Gobierno, el Congreso y el Ministerio de Economía, todos juntos. Claro, no olvide contarnos cómo fue que en Uruguay se unió a la resistencia anticastrista, porque ésa no me quedó muy clara la última vez que hizo el honor de pisar esta dependencia federal.

Ahora que percibo que usted se ha indispuesto con este servidor, le ruego que regrese a su domicilio y agradezca a la virgen, antes de dormirse, que uno de sus antiguos compañeros integre el Comando Superior Conjunto, lo cual todavía evita que lo caguemos a trompadas, una vez por loco y dos veces por pelotudo. Y no crea que le guardo rencor, porque en el fondo me simpatiza, eh Ferreira.

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