jueves, 23 de octubre de 2008

El hombre de la vuelta (relato de Ricardo Murúa)


El hombre de la vuelta no parece un tipo malo aunque con frecuencia manda a su mujer al hospital. El hombre me ha contado, involuntariamente, los motivos de las palizas.

Cuando le pega a la mujer le grita que no hace tal o cual cosa como a él le gustaría, y eso lo escucho desde mis fondos, aunque no llego a escuchar con claridad los argumentos de la mujer cuando llora y balbucea. Esto pasa sólo por las noches y no es que él beba de más, pero queda claro que los argumentos de ella nunca son suficientes para que deje de estropearla.

Por lo que he podido observa desde mi ventana, ellos se aman, los domingos que ella no está impresentable van a una plaza cercana con sus hijos y se los ve muy sonrientes cuando regresan con helados, abrazados. Para decir las cosas como son, los hijos del hombre de la vuelta son muy desagradables y no estaría mal que ellos sean pateados de vez en cuando también. Son dos adolescentes irrespetuosos que lo miran a uno de arriba, en especial la mujercita, con esos senos repentinos se lleva todo por delante.

El muchacho tiene la cara llena de granos amarillentos sobre una tez blanca y unos  ojos muertos, el conjunto lo hace parecer un ciego insolente, de esos que tienen el mal gusto de llevarse todo por delante con esos bastones articulados.

Los elementos de ortopedia y los bastones de los ciegos me han producido siempre una particular opresión y asco. A pocas cuadras de la casa, en la avenida, hay una casa que vende esos productos para defectuosos y mutilados. Sé que está ahí, y evito pasar por esa obscena vidriera, aunque para ir al parque con Tom deba caminar, a ver, sí, tres cuadras de más. Pero es que esas fajas marrones, esos corsé con hierro, y en particular esos pies con esas piernas de plástico me hacen dudar del buen gusto de Dios.

El hombre de la vuelta es chofer de micros urbanos, tiene un prominente abdomen, seguramente fruto de estar sentado todo el día, a excepción de los domingos y sus paseos en familia. La mujer no es tan desagradable, pero algún golpe excesivo dificulta su caminar. He hecho algunos cálculos y esa renguera no la atribuyo a la polio. Veamos, ella tiene 37 años, lo sé por una frase del hombre: “37 años de imbécil”. Las epidemias de polio desaparecieron a mediados de la década del cincuenta, ergo,  cojea por algún golpe. Ella a veces grita:”no me patees”. Es increíble, pero para saber de su vida sólo hay que escucharlos y verlos.

También me ha dado por pensar que el hombre de la vuelta es judío. Esto porque jamás ha asistido a la capilla de mi calle. Jamás. Este detalle, si se puede llamar así, no se relaciona con el rigor que le dispensa a la mujer. O sí se relaciona, evidentemente debo pensar más en eso. A la posible condición de judío debo revisarla, primero porque nunca hubo judíos en el barrio, éste no es un barrio de judíos;  segundo, no hay choferes judíos. Los choferes son italianos, polacos, esas cosas. Tal vez no sea judío, pero no lo imagino tan inmoral como para ser ateo, esos no tienen hijos porque no creen en la humanidad.

Hay cosas de los vecinos que a uno lo desorientan, y no es bueno vivir rodeado de gente que vaya uno a saber quiénes son y cómo piensan.

Hay cosas poco claras del hombre de la vuelta. Y no quiero atreverme a pensar que la mujer es clienta de la casa de ortopedia. Dios.

1 comentario:

Carlos dijo...

Excelente, la descripción de los dos hijos está muy buena. Muy bueno el relato, pero son relatos breves. Donde están esos textos largos que tanto incomodan?
Un abrazo, Carlos