jueves, 23 de octubre de 2008

El Mini (relato de Ricardo Murúa)


El celular que suena a las dos de la mañana debió ser apagado al acostarse, como todas las noches. Algo azaroso, una distracción, tal vez el viento que golpeó la ventana del balcón y la obligó a levantarse a cerrarla ni bien se acostó, la desvió de aquélla  rutina. Tal vez fue otra cosa que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque fue el más ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

 Otra cosa que no sabemos: la que hizo que por primera vez desde que están juntos, no estuviesen  a esa hora bailando y bebiendo en el sitio preferido; la que tras cerrar la puerta con llave y traba, la impulsó a  arrojar primero un zapato, caminar descalza tres pasos, arrojar el otro, llegar a la heladera, mordisquear un pedazo de pizza ya mordisqueado, beber de la botella abierta  un sorbo de cerveza sin gas,  muy helada, lo último orientada en la oscuridad por la luz de la heladera abierta.

 

El pequeño Mini se alejó veloz  cuando ella cerró la puerta del edificio.

 

Si no estarían juntos esa noche, por qué ella está sumergida en la bañadera   momentos después de cerrar la heladera que dejó la cocina a oscuras. Por qué si su costumbre no es bañarse de noche, ni siquiera ducharse, algo que hace todas las mañanas y a veces por la tarde, está ahora fumando, iluminada por una vela, con el agua tibia hasta el cuello, con los ojos cerrados, escuchando una balada de  Tom Waits. Pero, de qué rutina se puede hablar si es el primer sábado sola después de un año. Todo es novedoso entonces, el viento golpeando la ventana que quedó abierta, la pizza fría, la botella abierta, el baño, el mini saliendo veloz,  el celular encendido, los zapatos revoleados- uno quedó sobre el sofá-, y la voz arenosa de Waits desde el dormitorio.

 

El Mini se desliza suavemente por la autopista hacia las afueras del centro de la ciudad.

 

Está boca arriba en la cama respirando suavemente con los ojos cerrados, despierta;  suena el celular a las dos de la mañana. Dice hola, escucha. Sentada en la cama con las piernas cruzadas respira agitadamente, y lo apaga.

Encuentra el zapato sobre el sofá, se lo coloca y camina rengueando, el otro no aparece; camina hasta la puerta de entrada del departamento y reconstruye la acción para encontrar al otro asomado detrás de la maceta del ficus, Detrás de la puerta del baño está la pollera y en el placard la blusa que no combina con la pollera porque no hubo elección, sí necesidad de no salir medio desnuda a la calle a detener- con la mano que sostiene la cartera abierta- el taxi que ahora se aleja veloz después de que ella da un portazo para decir después perdón, y después el destino.

 

El Mini en el estacionamiento de ese boliche nocturno desconoce de azares y novedades, reposa tranquilo luego de alcanzar los 160 km/h por la autopista hasta dejarlo a él a pocos metros de la barra en la que una mujer rubia  le pasa la mano por la cabeza. Los autos no saben de azares, ni de rutinas, ni de celulares, por eso no se esconden de las luces verdes y rojas que destellan desde el cartel que los convoca.

 Los celulares tampoco saben de esas cosas cuando indican números desconocidos, o cuando anuncian que otro se encuentra apagado o fuera del área de cobertura. Ella ha llamado cinco veces, desde que subió al taxi que tardará más que el Mini en llegar al estacionamiento.

 

La piedra que elige es redonda, bella, con algunos brillos de mica entremezclados con el cuarzo y el feldespato; cabe en su mano y no pesa en su brazo que ahora se balancea por arriba de su cabeza para dar un último envión, directo al parabrisas del Mini que se astilla en mil pedazos, o más. Corrijamos, ella no eligió la piedra, estaba ahí junto a otras en un cantero del que ahora ella saca otra destinada al vidrio del lado del volante. Mete la mano en la cartera abierta y saca una foto que siempre lleva,  una en la que ambos se encuentran abrazados- en una playa con arena blanca- con el agua cálida y transparente a la altura de la cintura, besándose de perfil a la cámara.

Con un chicle que mastica con fuerza- el mismo que la acompaña desde  que saltó de la cama hace casi una hora-, pega la foto en el espejo retrovisor del Mini. Los dos besándose de perfil con el agua cálida en una playa de vidrios astillados.

 

El taxi recorre la autopista desde el norte hacia el centro de la ciudad, se detiene y ella cierra la puerta suavemente.

 

Arroja la botella de cerveza sin gas sobre el vidrio de la ventana que quedó abierta, calla a Tom Waits de un golpe, se sumerge en el agua cálida de la bañadera sin quitarse la pollera, con la cartera abierta en la mano, llora y llora hasta que suena su celular llamado por el otro celular al  que no atenderá nunca más.

Los celulares tampoco saben por qué dejan de hablarse; los Minis veloces no entienden por qué son remolcados. Ella no sabe por qué deja de llorar.

Tal vez es por algo que no sabemos, pero aceptemos por ahora ese hecho, sólo porque es el menos ruidoso y molesto que ocurrió desde que ella llegó, desde que ella entró a su departamento, luego de despedirlo.

 

1 comentario:

Carlos dijo...

Me encantó. Voy a leer los otros. ¿Qué tema de Waits estaba escuchando? ¿Sea of love?
Un abrazo, Carlos