lunes, 20 de octubre de 2008

La Luger (relato de Ricardo Murúa)


 

 

Sube en el viejo ascensor hasta el séptimo piso. Recorre el pasillo hacia la izquierda, introduce la llave en una cerradura. Entra al departamento alquilado que ella eligió. Se quita la campera, camina hasta la cama, coloca el antebrazo derecho sobre los ojos, y de espaldas, se deja caer. La punta de un pie quita un zapato, la otra quita el otro trabajosamente, porque ese cordón está anudado con más fuerza. Al fin cae, queda descalzo, y siente un poco de alivio. Ha regresado de la oficina y está más cansado que cualquier otro comienzo de fin de semana.

Ella se fue hace tres días de manera perfecta,  no han quedado huellas de su presencia en ningún sitio, salvo el detalle malicioso de una foto en aquella pared frente a la cama. Una imagen en la que  los  dos sonríen abrazados, abrigados, juntos por primera vez en la nieve. Y última, piensa él.

Se despierta, estira un brazo hacia su mesa de luz, saca una pistola de juguete con la que apunta a la lámpara, al televisor, a la ventana de enfrente que se ve desde la cama. Sobre cada objetivo apuntado se detiene unos segundos y  emite el sonido de disparo, como el que los varones pequeños hacen cuando juegan a los pistoleros.  Vuelve a apuntar, dispara a casi todo lo que ve menos  a la foto que se encuentra en línea recta al centro de la cama en la que reposa. Esa foto ominosa que él esquiva  trabajosa y eficazmente.

El juguete es una réplica de una pistola Luger nueve milímetros, modelo usado por el ejército alemán a partir de 1908, y emblema durante la segunda guerra. Fue un regalo de los Reyes Magos. Él tenía siete años y había pedido por carta un rifle igual al que usaba Chuck Connors en El Hombre del Rifle. Cuando su madre advirtió su cara de decepción frente a la Luger, le dijo que los Reyes no miraban mucha televisión, y no distinguían un rifle de una pistola. Mejor argumento que decir que los reyes eran filo nazis, era. Al año siguiente no pidió regalos. Los viajeros a camello le trajeron arco y flechas y una ametralladora a pilas que al disparar emitía luces y sonidos espaciales. Puestos ambos regalos a la par, uno de ellos era anacrónico; pero los reyes tampoco deberían saber  eso.

Cuando decidieron reemplazar el rifle por la Luger, tal vez sabían que Connors, antes de ser un héroe en el oeste, había sido actor de películas porno. Los nazis de porno, nada.

La Luger fue incautada en una oportunidad por su abuelo.

- Parece real- Había dicho para luego quitársela y ocultarla durante años. El arco, las flechas y la ametralladora, por lo visto, no parecían auténticos.

Cuando la Luger regresó  a sus manos, luego de la muerte del abuelo, tenía dieciocho años. La contempló largo rato, y luego de agradecer el criterio de los reyes prometió nunca separarse de su juguete.

 

Esa noche habla largamente por teléfono con ella. Tres días son suficientes. Despliega los puentes para el regreso. Además, mañana será sábado y desea la reunión programada con los amigos en el departamento de ambos, pero que ella eligió. Luego de la llamada, guarda la Luger en su mesa de luz y se dispone a ducharse. Ella llegará a medianoche. Antes comprará cervezas para hoy y para mañana.

 

- Todo por un juguete-, dice el padre dirigiéndose a su esposa. Lo dice mientras seca un plato que ella ha lavado.

- Siempre dijiste que él era un muchacho raro, no sé qué te sorprende ahora-, lo dice sin dejar de mover las manos debajo del chorro de agua que sale de la canilla. Ahora le toca el turno a una olla. Le dará más trabajo, tendrá que rasparla con un cuchillo  porque un poco de alimento se ha pegado en el fondo de aluminio. No le gusta dejar la olla en remojo para facilitar su limpieza más tarde. Debe quedar todo limpio después de la cena.

Él se toma un tiempo para pensar, con los puños apoyados en la mesada de la cocina mira por una ventana que da a una pared.

- Nunca dejó de sorprenderme, empezó cuando eligió a nuestra hija como pareja-, dice él calculando que falta poco para secar la olla. Lo hará con un trapo específico para ese trasto.

- Su es una buena muchacha y él no es malo-,  dice la mujer sin demasiada convicción.

-Pero separarse porque ella dejó caer su pistola de juguete los hace a ambos muy extraños, no me lo discutas-, lo dice sabiendo que en 32 años de casados nunca tuvieron un entredicho.

- Lo que importa es que no dejen de estar juntos-. sentencia la madre de la que prepara en ese momento el gran bolso en su cuarto, la madre que ha hecho muchas cosas y ha dejado de hacer muchas más para seguir estando junto a su esposo, y mientras piensa en eso se inclina y saca del horno dos docenas de empanadas, ahora tibias, que coloca prolijamente en una vianda, separadas por servilletas de papel.

- Falta una , dice ella -,  no en un tono de reproche, sólo describe.

Mientras él guarda la olla, ella agrega al paquete media tarta de manzana, la preferida del muchacho raro pero bueno que vive con su hija.

 

Su aparece por la puerta de la cocina inclinada por el gran bolso. El padre se ofrecerá a llevarla, pero ella ya pidió un taxi.

-No le toques sus cosas-,  suena graciosa la frase en boca de la madre que no intenta ser graciosa al despedir a la hija- y sacá la comida del paquete.

- Ésta siempre será tu casa -, murmura el padre después de besarla y cerrar las puertas barrote del ascensor. Puertas que dan la sensación de que uno de los dos se encuentra de visita en una cárcel en la que el otro está preso. Hasta que el ascensor desciende y  ella se va. El recluso es él.

-Espero que no regrese y que pueda ser feliz -, dice el recluso que entra a la cocina para tomar la taza de café puesta sobre una mesita en la que del otro lado alguien no le contesta mientras hojea un viejo Selecciones del Reader´s Digest.

 

De no ser por el bolso hubiese regresado caminando. Si el taxi no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho algo, después de esos tres días, a través del portero eléctrico. Pero estaba con la puerta trasera abierta y con el taxista aproximándose hacia ella, para ayudarla con el enorme bolso que él guardaría en el baúl.

Si el taxi negro y amarillo no hubiese estado en la puerta les hubiese dicho:

-Ya llegó el taxi -.Su sólo hablaba cuando tenía algo para decir, y era una muchacha de hablar muy poco.

 Sube al taxi, cierra la puerta y sólo indica una calle y un número.

El taxista, un hombre con aspecto rudo de unos cuarenta años, le hubiese dado conversación como a todos los pasajeros. En verdad le hubiese largado su monólogo sobre el clima, los precios, la corrupción del gobierno y la estupidez de los votantes, todo en ese orden.  Temas encadenados con eslabones tales como: “qué se va a hacer”, “es así nomás”, “a usted le parece”, “mire, le cuento”, así no se puede trabajar”, y muchos más porque las cadenas de los taxistas son largas.

A ella sólo le pregunta.

-¿Hasta dónde?-  Y en  la dirección indicada dirá -son 18.

 

Sentados en el balcón del departamento que ella eligió destapan cervezas. Es una noche estrellada, el aire es fresco. Ella comienza a  levantarse para traer las empanadas que se han recalentado en el horno, él se adelanta. Trae en una mano un plato con seis empanadas y en la otra el medio pastel de manzana en una fuente,

La cerveza está muy fresca y ambos están felices. Acaso la felicidad pueda medirse por la temperatura de una lata, por el sabor de unas empanadas precisamente condimentadas, por el fresco que invade el balcón, por las hermosas luces de la ciudad a esa hora.

Él arrima la silla junto a la de ella, la abraza. El próximo verano estarán juntos en la nieve, se asegura.

Ella dice:

-Te quiero.

 

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