jueves, 30 de octubre de 2008

Un hombre y una mujer (relato de Ricardo Murúa)


Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Él vivía en una casita en un suburbio del sur de la gran ciudad, acompañado por su mujer y su perra Micaela. Mi madre, comprometiendo su pequeño departamento, fue garante de su último alquiler. Hacía casi cuarenta años que se habían separado en circunstancias para ella dolorosas, mejor dicho, él la había abandonado con su pequeño hijo. Nunca comprendí los motivos de sus sinuosos y esporádicos contactos en los que mi padre salía favorecido y mi madre dolorida y desencantada una vez y otra vez más.

No digo con esto que se atrasase en sus pagos mensuales, es algo distinto. Mi padre llevaba todos los domingos a su mujer a visitar a sus hermanas. Él no compartía las reuniones, consideraba que no era gente apropiada para sostener una conversación animada y culta. Fijaba un horario y la pasaba a buscar. En el entretiempo se presentaba en la  casa de mi madre quien, sorprendentemente, lo agasajaba con todo lo que había en la heladera, y dado que mi padre era medido para todas las cosas, entre ellas para comer, prefería llevarse en una vianda aquello que no comía en el momento. La vianda incluía alimentos dulces y salados, pickles, y pan. Cuando mi madre fallaba en la recepción, al no tener preparada la torta hecha con dulce de membrillo, se desencadenaba una suerte de reproches mezclados con humoradas y coqueteos. Mi padre era muy seductor.

Algunos domingos amanecían despejados y mi madre  ya estaba preparada escuchando en un viejo Ken Brown música de los años cincuenta- las grandes bandas del tipo de Ray Connif-, y música de películas. “Un hombre y una mujer” era su preferida, na, na, na, nananá, nananá…Si a partir del mediodía el cielo se nublaba y amenazaba con llover- lo que es frecuente en primavera-, ella se ensombrecía y apagaba la música. Sabía que mi padre no sacaba su viejo Ford en la lluvia porque se manchaban los cromados. En esos días, mi madre organizaba una reunión con sus amigas para tomar el té y no desperdiciar los alimentos, excesivos para ella sola. Sospecho, con alguna maldad, que una de ellas en particular, Lina, preparaba su estómago ni bien el tiempo tornaba lluvioso. No obstante, reconozco que Lina era su mejor amiga; atenta desde su ventana a la partida del Ford en los días soleados, cruzaba el gran parque que separaba su edificio del de mi madre- aun sabiendo de la depredación de alimentos-, y le hacía compañía. .

Lina conocía las consecuencias de aquel agasajo en el ánimo de su amiga y no regateaba su presencia amistosa. Yo apreciaba a Lina, una mujer anciana que adoraba las carreras de caballos, y que recordaba con mucho humor a un antiguo novio al que apodaba “Nube Negra” por lo raro de su conducta. Lina agradecía el no haberse casado con él; si no me perdía tu pastel de membrillo, Nelly. decía esa mujer deliciosamente delgada y jugadora.

 

Mi padre y yo estábamos distanciados por cientos de kilómetros en la época en que le envíe un fragmento de mi primera novela. Yo vivía entre unas hermosas sierras, en una cabaña de troncos.

Dada la distancia, la correspondencia con mi padre era muy frecuente. Sus cartas estaban escritas en hojas amarillentas y siempre cambiaba de lapicera en medio de la escritura porque se le acababa la tinta. Las encontraba tiradas en la puerta de una escuela cercana a su casita. Funcionaban previo tratamiento con calor; aunque no demasiado, porque la tinta reseca podía saltar del cilindro al hervir y manchar no sólo los dedos sino también la cubierta de plástico transparente que cubría al mantel con flores. Como la tinta se acababa, cada carta tenía por lo menos dos colores de tinta.

 

 

 

En esa época le mandé a mi madre, no ya un fragmento, sino la novela, con el fin exclusivo  de que la llevara personalmente a una reconocida editorial. Inmediatamente realizó lo encomendado, y no sólo eso, concurría por lo menos una vez a la semana al centro de la ciudad para informarse acerca de cuándo sería publicada. Nunca me lo dijo, pero sé que en esas oportunidades llevaba su torta de membrillo o algún perfume para esa empleada de la editorial que la atendía con tanta dulzura, según me contaba en nuestras comunicaciones telefónicas. Fue inútil que le dijera que su presencia sistemática no tendría como consecuencia la publicación de la novela de su hijo; aunque más de una vez llegué a pensar que justamente sería publicada a fin de que ella dejara de concurrir. Nunca le reintegré a mi madre el dinero que gastó en esos “paseos” y gestiones. Me consolaba el saber que Lina la acompañaba a la editorial y luego se instalaban en un cafecito para comer Lemon Pie.

 

En una de las cartas de mi padre recibí su juicio acerca del fragmento de novela que le enviara. Esperaba ansiosamente esa carta porque sabía de su rigurosidad para tratar los temas y su gusto para emitir sentencias. Esta vez la caligrafía fue particularmente simétrica y armoniosa, y no se produjo ningún cambio de tinta a lo largo de todo el escrito: “Yo quería llegar a viejo pero sin títulos, ahora veo cerca el de octogenario. ¿no serán palabras discriminatorias? Los escritores, pintores, y/o escultores, siempre lograron sus mejores obras elevándose gracias al alcohol o las drogas. Yo me elevaré gracias a que se me han muerto algunas neuronas. Se dice que los locos, los niños, y los viejos dicen la verdad. No es cierto. Lo que expresan son visiones en virtud de su insuficiente irrigación cerebral. Tranquilo lector, ya llegaré a transmitir mi idea, no recurra al despreciable recurso de ir a la última página. Había un escritor, confundo su nombre con el de otro. Uno era Espronceda, pero no me refiero a ése, sino a Jardiel Poncela, autor de Hubo una vez once mil vírgenes y Nene, los muertos no se tocan. Era tan hilarante y loca su escritura, que publicaba también los borradores, para que el lector no se perdiera lo que tal vez era bueno, y él por su exquisitez se lo hubiese negado. Vos me contaste que la música conocida por nosotros es tocada en octavas (no sé si así se dice) y escrita en pentagramas. Otra es la gregoriana, otra es la asiática (puede ser decafónica o dodecafónica), escrita en doce no sé qué. Bueno, vos me lo explicaste alguna vez, y me entenderás. Ahora, no descubro nada si digo que gramaticalmente, los signos de puntuación y acentuación hacen al entendimiento de la lectura.

Los islámicos, hebreos, chinos o japoneses no usan nuestros signos; es que cuando hablan tienen su propio tono de voz, hablan como gritando y eso no nos cae grato a nuestros oídos. No se llega a interpretar su ánimo porque nuestro oído no capta su melodía. Agrego que es importante enseñar a leer con melodía, respetar todos los signos, porque de lo contrario no se aprende  nada del contenido. Cosa que les ocurre a los alumnos tanto primarios, como secundarios, y terciarios. En mi época de primaria había en todos los grados, una hora semanal dedicada a la lectura en voz alta, de frente a la clase, tomando el libro con una mano y la otra libre para pasar las hojas. Y a memorizar y leer con un golpe de vista el último renglón al efecto de no producir una pausa al cambiar la hoja.

Tu libro, relato, novela, no sé qué nombre le das, al no tener todos los signos, pues le has quitado la marcación de los diálogos, los signos de admiración, interrogación y las interjecciones,  hace que uno deba releerla. Es interesante, no me desagrada, pero habría que “marcársela” al lector desprevenido. Si la lee un intelectual dirá: “qué estupidez, ¿y éste se dice escritor?” Si la lee un hombre común con poca atención, la releerá y pensará: “¡Qué tonto soy!”. Y si la lee uno acostumbrado a pasar su tiempo leyendo pensará: “¡Qué malo!” y lo dejará de lado. Ahora, si el que la lee es un snob, la llevará bajo el brazo para parecer un intelectual.

Lo antedicho es lo que me pediste que te expresara. Lo escribí fuera del contenido de la carta, en una “separata”, para que en caso de que no te guste o te ofenda (que sería lo último que deseo), la rompas, la destruyas, y hagas de cuenta (de) que nunca te dije nada. FIN

Posdata: Mis cuentos son cortos y costumbristas, yo sé que a vos no te gustan; pero la gente en su mayoría no lectora los prefiere, porque necesita cosas rápidas para leer  y a otra cosa, no tiene tiempo para la lectura con los problemas de este país. No se lo permiten. Los Tres Mosqueteros, en cien o en ciento cincuenta páginas fue leído por una multitud. El original de tres tomos con más de mil hojas no lo leyó ni el corrector.”

 

La carta que acompañaba a esta “separata”, como él la llamó, hablaba de cosas vanas tales como los últimos arreglos de su Ford, las nuevas ocurrencias de su perra, el disgusto que le ocasionaban las conversaciones de los estudiantes que pasaban por su vereda, y los últimos logros culinarios de Celina. Hacía tiempo que él se refería a mi madre por el nombre de la localidad en la que ella vivía, Celina. Por lo tanto, Celina se enojaba, cocinaba, llamaba o se enfermaba.

Debo aclarar que mi padre se inició como escritor de relatos al poco tiempo en que le dije, por carta, que el entorno de las sierras me era propicio para la escritura. Era cierto que sus “cuentos” como él los llamaba, a mí no me gustaban

Yo estaba preparado para una separata de este estilo, aunque su lectura me conmovió, tanto como el llamado de larga distancia de Lina desde la casa de Celina:

-¡Te felicito, me ha contado Nelly que sos un gran escritor¡

Juicio basado en el cariño, no habían leído la novela.

 

A partir de ese momento, la correspondencia con mi padre omitió absolutamente toda mención a cualquier expresión literaria. El tema fue obviado cuidadosamente de mi parte, y ninguna de sus cartas contuvo ya “cuentos”, ni “separatas”. La geografía, la mecánica, la balística, las construcciones, y las anécdotas personales ocuparon toda la escena. La revista Mecánica Popular, la National Geographics,  y el Selecciones del Reader Digest junto a un manojo de recuerdos fabricados fueron la constante hasta su muerte, poco tiempo después.

 La editorial nunca respondió, y  mi madre dejó de insistir luego de la muerte de Lina.

 

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