martes, 14 de octubre de 2008

Juan sin fe (relato de Ricardo Murúa)


Juan se sentó a su lado pidiendo permiso de manera muy respetuosa. No eligió sentarse ahí, aunque en los bancos de madera cabían más de tres, la orden era no más de dos niños. Juan se sentó en el único lugar posible, junto a él, porque eran treinta y tres y Daniel era el impar.

La intención de niño era ignorar a Juan, el lugar vacío era para Carlita, su única amiga, ausente ese día. A las clases de catequesis no se podía asistir con hepatitis.

Las bancas de madera de la parroquia eran muy amplias, no estaban marcadas a punta de navaja como los pupitres de la escuela, lo que les daba cierto aire inmaculado. La excepción consistía en una cruz diferente tallada en los respaldos, cruz que Daniel encontraba casi idéntica a las que veía en la serie “Combate”.

En la pantalla en blanco y negro del viejo Stromberg Carson, el sargento Sanders llamaba por radio pidiendo apoyo aéreo, desesperado: Jaque Mate Rey 1 a Jaque Mate Rey 2, cambio, cambio; diablos Teniente perdimos contacto; entonces aparecían los tanques enemigos disparando, con la cruz tan igual a la de los respaldos; todo se llenaba de humo y siempre moría un soldado de la patrulla. Por suerte el que moría era el nuevo, el desconocido, no morían ni el Sargento, ni el Teniente, ni el francés Canje, ni Little Boy, ni el Doc, ni el Pelado. En todos los capítulos moría el nuevo, eso a Carlita y a Daniel los tranquilizaba.

Juan llegó tarde, se quedó sin librito hasta el sábado siguiente. Daniel no le habló la primera vez, le molestó su presencia; no era de apariencia peligrosa, más débil que él, en una eventual pelea podía demolerlo, pero algo inquietante se albergaba en Juan, algo que superaba la fuerza física, ese tufo de incredulidad con que miraba a San Roque y a la Virgen, imágenes que parecían no intimidarlo sino divertirlo.

El dibujo de Dios de los cuadernillos era muy bonito; rubio, vestido con una túnica blanca y hermosa como Charlton Heston, el actor de Los Diez Mandamientos, que dividía el mar con unas tablas en las manos, y además tenía esa barba impresionante y cara de bondad.

Excluido de tanta certeza colectiva, Juan hizo la pregunta más hedionda; levantó la mano de manera persistente y el cura, que nunca aceptaba preguntas, esta vez confió. Por qué Dios no es de otro color, por ejemplo negro. El cura miró la imagen de Cristo durante unos segundos buscando serenidad, a un niño no se le podía ocurrir semejante desmán, no se le podía ocurrir hacer una pregunta tan desubicada y rancia, con seguridad ese niño era el instrumento de la agresión de un mayor.

Cristo le dio la serenidad y sabiduría necesarias para responder al ataque; con total tranquilidad dijo que Dios era infinitamente bueno, que a pesar de ser blanco, y a su pesar, había creado hombres de todos los colores y animales de todas las formas, hasta moscas y avispas. Tan infinitamente bueno y tan infinitamente poderoso como para recordar y castigar a todos los que lo ofendían con preguntas de mierda.

El sonido de unas velas ardiendo en el altar fue lo único que se escuchó luego de esas cristianas palabras, el miedo penetró en las cabezas de los que dentro de unas semanas establecerían la común unión con Dios, el miedo que Daniel intentó inútilmente ahuyentar aferrándose a la promesa del paseo por la Plaza de Mayo, que su padre cumpliría esa misma tarde.

Al sábado siguiente, Juan fue a catequesis con sus padres; eran parecidos a Juan.

El comienzo de la clase se demoró, el cura habló acaloradamente con la mujer, con el hombre, y con Juan. Cuando ellos se retiraron, el cura pidió disculpas por la demora y empezó a enseñar la página de los diez mandamientos. Daniel volvió a ser el impar; el único lugar posible esperaría en vano a Carlita.

 

 

 

 

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