martes, 14 de octubre de 2008

Para siempre (relato de Ricardo Murúa)


  

Hay memorias grabadas en  la madera de las puertas de los baños de algunos bares, de los viejos bares de San Telmo, de las  pizzerías abominables de Constitución y Retiro.  A esos lugares no llegaron las puertas de acero inoxidable, ni las maquinitas que te tiran jabón en la mano unida a la otra, ni las que intentan secarlas inútilmente con aire caliente, sin mencionar  esas canillas frente a las que uno se siente un tarado porque no descubre cómo hacer para que salga el agua.

 Hay  registros de pasiones en esas puertas que uno mira cuando se sienta en esos inodoros; registros tallados pacientemente  por los que no tuvieron otra opción que sentarse  o sentarse en esas tazas indescriptibles, antes blancas, ahora amarillas, siempre pobladas, nunca aseadas,   como ésta en la que no tengo otra opción que posar lo que hay que posar, porque ya no aguanto las ganas.

La tabla que a pocos centímetros de mis ojos y mis rodillas me invita a la lectura está pintada con un azul  comisaría, azul uniforme policial, azul patrullero, azul calabozo, ese azul desmesurado, desaforado, violento, ese azul que invita a los huesos a congelarse y a cruzar de vereda, de calle, de país, rápidamente.

Pero ahora no es momento de escaparse, hay que hacer lo que hay que hacer. Y me quedo sentado frente a la puerta soportando los olores irritantes, propios y ajenos, que acaso jamás se irán de estos azulejos pintados y repintados hasta llegar al azul que domina todo, al azul del depósito de agua que amenaza sobre mi cabeza con sus varios kilos de hierro de fundición y otros tantos de agua, porque una pata se escapa de la pared y ojalá la otra espere hasta que termine.

 Antes de sentarme alcancé a leer el inodoro, Traful. El depósito no tiene nombre.

 De chico  olvidaba  lo que había que hacer en el baño por culpa de las revistas; a veces salía odiando a Violeta Rivas porque se iba del Club del Clan, a Sofía Loren porque se casaba con ese viejo Carlo Ponti,  a Isabel Sarli porque  yo todavía no podía ver Desnuda en la Arena. Qué culpa tendrían las pobres de que yo no hiciera lo que tenía que hacer.

No entré con revistas a este baño, hace años que no leo esas revistas, sólo ciertos libros ; además en el de este bar  apenas hay luz suficiente como para leer la tabla azul, tallada a fuerza de cortaplumas y estómago; sumado a que entré porque no me quedaba otra, a pesar de la mala cara del cajero porque “usted no es  cliente”, me dijo, pero bueno déle.

Leyendo, a veces ayudándome con el tacto para identificar alguna que otra letra, supe en la mitad de la tabla que los del ERP eran putos según los Montos, y que éstos eran fachos para los primeros; un poco más abajo con una escritura ascendente y prolija tomé nota de que dios, (así con minúscula), había muerto  según  Nietzsche, y escasos centímetros más abajo con otra letra minuciosa pero horizontal lo daban por muerto a Nietzsche, la firmaba Dios, (así con mayúscula). Pensé hasta ahí que prefería ser puto que facho, y lamentaba que la sentencia más creíble fuera la de Dios: porque él podría haber estado en este baño, por su cualidad de estar en todas partes,  y porque sabía que Nietzsche jamás había pisado este bar del Once.

En el ángulo inferior derecho la hinchada de Vélez afirmaba que los de Atlanta eran judíos de mierda; busqué una respuesta en  la oscuridad progresiva, más con los dedos que con la vista; casi abandonaba cuando la sentí en el índice, ahí estaba, en imprenta mayúscula, tallada con fuerza profunda en la tabla azul: yo conozco un judío de Vélez, pero ninguno botón. Impecable. Pensé que no había nada de malo en ser de Vélez y judío siempre que no se fuera un botón.

Cacho se la come, firma Mono,  presidía el centro de la tabla; Mono se la come doblada, firma Cacho; escritos que me sugirieron que ambos eran amigos, que habían asistido juntos al bar, que eran primitivos por el contenido de los mensajes y por poner la palabra firma antes de Cacho y  firma antes de Mono.

Casi a oscuras salí del baño, de ese baño sin luz, para que el cajero me mirara con cara de pocos amigos, para encender un cigarrillo en la vereda, para descubrir que no había hecho lo que tenía que hacer,  para sentir en la cara un poco de aire puro, para desear  ser Rubén y amar eternamente a Susana, estés donde estés y para siempre, (aunque  el para siempre fuera redundante, como siempre)

 

No hay comentarios: